ESPECTáCULOS › “MELINDA Y MELINDA”, NUEVO OPUS DE WOODY ALLEN

La vida como comedia (dramática)

Una misma historia, contada de dos maneras diferentes, le sirve al autor de Manhattan para afirmar que la vida (como el teatro) siempre tiene dos máscaras. Y en Cama adentro, Norma Aleandro encuentra la horma de su zapato: la actriz no profesional Norma Argentina.

 Por Horacio Bernades

¿Es como reencontrarse con un viejo amigo o con un amigo que se está poniendo viejo? Penúltimo opus de Mr. Allen Stuart Koenigsberg (como ocurre siempre, Woody ya tiene otra, que acaba de presentar en Cannes), Melinda y Melinda no hace más que reactualizar la pregunta que el espectador fiel se hace una vez por año, desde hace unas cuantas temporadas. Una cosa está clara y es desde ya una ventaja: a diferencia de casi todas las últimas –con la posible excepción de la anterior, La vida y todo lo demás–, frente a Melinda y Melinda la respuesta es menos cantada. Y menos desencantada, claro está. Premio consuelo si se quiere, el nuevo Allen tiene al menos la virtud de suscitar la interrogación. ¿Es poco? ¿Alcanza? Está en cada uno responderlo.
Si cada secuencia de títulos de cada nuevo Woody (letras blancas sobre fondo negro, música de jazz) instala de inmediato al espectador en territorio familiar, en el caso de Melinda y Melinda la sensación se potencia ante la secuencia inicial, con esa cámara que desciende, de noche y ceremoniosamente, desde el cartel de neón de un bar neoyorquino hasta su interior, para ir inmediatamente en busca de una mesa. Como quien entra al boliche del que es habitué. Al igual que en otras mesas y otros ámbitos (las de Manhattan, Broadway Danny Rose o Misterioso asesinato en Manhattan, para nombrar solo algunas), cuatro comensales se ajetrean en charla febril. Dos de ellos llevan la delantera. Uno es comediógrafo, se parece muchísimo al propio Woody (el calvo y pequeño Wallace Shawn) y sostiene que son las comedias las que más fielmente reflejan la vida. Su contertulio, autor “serio”, argumenta lo contrario. Interesante paradoja, el comediógrafo es en verdad un pesimista radical, mientras el otro cree en el sentido de la vida.
Casi como apuesta pascaliana, a un tercero se le ocurre narrar una historia que le contaron, para ver cuál de las dos máscaras dramáticas se adapta mejor a ella. De allí en más, el autor de comedias y el de dramas narrarán (tergiversarán) esa historia, cada uno desde su vereda. Como es obvio, el final no arrojará ninguna conclusión a favor de uno u otro. La historia es la de Melinda (la rubia Radha Mitchell), a partir del momento en que se presenta, en medio de la noche, en casa de unos amigos. En ambos casos, la chica está tan traumatizada como corresponde a toda heroína alleniana. O más: viene de haber asesinado a su marido y de un intento de suicidio, estuvo internada en una cárcel de mujeres en Illinois y en un manicomio. No sabe qué hacer con su vida y será un catalizador de conflictos ajenos, mientras toma litros de whisky y pastillas por docena.
Por más que en la versión dramática tenga el pelo revuelto y en la cómica, tan liso como el de Meg Ryan, la personalidad de Melinda Ribocheau no varía de un relato a otro. Lo que varía es su grupo de amigos. Pero son perfectamente intercambiables, como suelen serlo las criaturas de Allen, de película en película. Tal vez la mayor diferencia resida, en verdad, en el protagonismo de Melinda, en un caso y en otro. Mientras que en la versión dramática la chica ocupa el centro de la escena, en la variante cómica termina cediéndole el centro de la escena a Hobie (ese niño grande de Will Ferrell), a quien le toca ocupar ese lugar de alter ego de Woody que en ocasiones anteriores le cupo a Kenneth Branagh (en Celebrity) y a Jason Biggs, en La vida y todo lo demás.
Las feministas se harán una panzada con la idea subyacente de que las heroínas están para sufrir y los varones para divertir. Pero después de la puta de buen corazón de Poderosa Afrodita y los monstruos femeninos de La vida y nada más, es difícil que alguien se mantenga firme en la idea de que el viejo Woody sigue comprendiendo el mundo de la mujer con la riqueza de un Almodóvar, para repetir una comparación que hasta hace algunos años todavía parecía válida. Lo que sigue vigente es el ojo de Woody para elegir a sus actrices y darles amplia ocasión de lucimiento. Lo confirma la australiana Radha Mitchell, una de esas rubias capaces de demostrar que se puede ser escandalosamente linda sin dejar de actuar fabulosamente. Tanto como para temblar de ansiedad en una escena, mostrarse sexy a más no poder en la siguiente y suscitar piedad e irritación al rato.
Fotografiada por el enorme Vilmos Zsigmond con esos tonos acaramelados que a Woody tanto le gustan (recordar Días de radio o Crímenes y pecados), más allá de la obviedad de su planteo (hasta un chico sospecha que la vida es drama y comedia a la vez), Melinda y Melinda se ve con una suerte de complacencia resignada. Como sucede con las rutinas de esos cómicos que supieron ser grandes y ahora viven un poco de lo que supieron ser. ¿Es poco? ¿Alcanza? Cada uno sabrá.

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La australiana Radha Mitchell es un descubrimiento y se roba toda la película.
 
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