ESPECTáCULOS › UN EJEMPLO DE LA ESCENA INDEPENDIENTE

El Galpón de Montevideo no se rinde
y vuelve renovado

Los actores Marcos Flack y Gustavo Alonso Castilla, del legendario grupo uruguayo, hablan del nuevo espectáculo que traen al Teatro San Martín.

 Por Cecilia Hopkins

Nombrar al grupo teatral El Galpón de Montevideo es hacer referencia a un caso singular en la historia del llamado “teatro de grupo”. Porque no hay otra compañía independiente en Latinoamérica que, desde 1949, haya continuado funcionando ininterrumpidamente. A pesar, incluso, de la dictadura uruguaya, la cual forzó a sus integrantes a emigrar a México. Allí continuaron haciendo teatro sin cambiar el nombre del grupo. Tras nueve años de exilio, y poco después de su actuación en el Teatro San Martín, El Galpón volvió a Montevideo a ocupar su sala de la avenida 18 de Julio. Entre el miércoles 15 y el domingo 19 de este mes, el mítico conjunto ocupará nuevamente la sala Casacuberta para ofrecer Las cartas que no llegaron, versión escénica de la novela del mismo nombre de Mauricio Rosencof (realizada por Raquel Diana y el mismo autor), bajo la dirección del recientemente fallecido César Campodónico. El elenco está integrado por Gustavo Alonso Castilla, Dante Alfonso, Rebeca Franco, Gisella Marsiglia, Marcos Flack, Felisa Jezier, Daniel Cardozo y Gastón Caperchione. La escenografía pertenece a Osvaldo Reyno, el vestuario a Carlos Pirelli, la iluminación a Eduardo Guerrero y la música y la dirección musical a Sergio Fernández Cabrera.
A pesar de haber recorrido el mundo con sus montajes, El Galpón todavía no cuenta con apoyo económico oficial. Sus actividades artísticas (han realizado hasta 10 estrenos anuales) se mantienen gracias al apoyo del público y de sus asociados: “Es un milagro que sobrevivamos... ninguno de nosotros cobra un salario por su tarea: somos profesionales desde un punto de vista ético, pero no desde lo económico”, afirman en una entrevista con Página/12 los actores Marcos Flack y Gustavo Alonso Castilla. “La nuestra es una institución cultural sin fines de lucro que se rige por una asamblea y un consejo directivo que se renueva cada dos años, además de las comisiones de trabajo técnico, artístico y de propaganda”, describen. Ambos están preocupados porque, a pesar de que la llegada de Tabaré Vázquez a la presidencia ya augura cambios importantes, están convencidos de que “independientemente del gobierno que sea, siempre es la cultura lo último a ser tomado en cuenta. Los gobiernos se enorgullecen de sus artistas pero a nosotros nos es difícil mantenernos. De todas formas, también somos conscientes de que la pobreza tiene la prioridad”.
–¿Cómo es la realidad teatral en su país?
G.A.C.: –El panorama teatral uruguayo se focaliza en Montevideo. La crisis del teatro no pasa solamente por lo económico. Somos demasiado autocríticos y tal vez no arriesgamos lo que deberíamos. Hay muchos frentes para pelear con pocos brazos.
M.F.: –Hoy es difícil abrir un espacio de creación teatral. Por otra parte, la dictadura fue un corte muy importante. Se sintieron los ocho años de ausencia de El Galpón, se detuvo una etapa de formación.
–¿Cómo era Campodónico, su director?
G.A.C.: –César era un hombre vital y muy abierto que vivió en el compromiso y el sentido de la creación teatral. A los 19 años fundó El Galpón. A él se le unió después Atahualpa Dell Cioppo (fallecido hace diez años), otro de nuestros grandes maestros.
M.F.: –Juntos dirigieron Artigas, general del pueblo, centrada en la gesta de San Martín, Bolívar y Sandino. Esa fue la obra que en 1984 se puso en el San Martín. Muchísimos uruguayos vinimos a verla, ya sabiendo que pronto el grupo volvería al país.
–Hablemos de Las cartas...
G.A.C.: –Primero habría que hacer una referencia a su autor, Mauricio Rosencof, uno de los líderes del Movimiento Nacional de Liberación Tupamaros. Durante la dictadura, en 1972, él y otros compañeros fueron tomados como rehenes para cobrarse con su vida posibles atentados contra militares y sus familias. Durante once años estuvieron encerrados en calabozos de 2 x 1 sin agua ni luz. La fantasía y el juego fue para él un mecanismo de defensa. Mauricio recibía visitas imaginarias en ese espacio y también escribía cartas mentalmente, a sus padres.
–¿La obra refleja ese momento de su vida?
–Sí, y establece un paralelismo entre su propia historia y la de sus padres, inmigrantes polacos que llegaron al Uruguay perseguidos por ser judíos. Así, la realidad y la ficción se enlazan en un juego macabro. Todo pasa en la cabeza de Mauricio de manera que la obra intenta recuperar ese juego en soledad, en el espacio mínimo de una celda, que se amplía para la llegada de los otros personajes.
–¿Cómo fue recibida por el público uruguayo?
M.F.: –Se estrenó en 2003 en Montevideo. Los espectadores la recibieron como si les estuviésemos contando un cuento. Y fue lo que buscábamos crear, una conmoción, unir verdad e ilusión.
G.A.C.: –La idea no fue subrayar el costado político de la historia, aunque sea importante, sino el juego de la sensibilidad que propone. Nuestro Uruguay, como la Argentina, es un país nuevo conformado por la inmigración.
M.F.: –Mauricio vivía a dos cuadras de mi casa, en el Barrio Palermo, cerca de la Rambla de la Atlántida, y lo que le pasaba a su familia era un reflejo de lo que le pasaba a la mía y a la de tantos inmigrantes. Hay un texto de la obra que dice: “Cada uno de nosotros es cada uno y todos los demás”.
–¿Le fue difícil asumir el personaje protagónico?
G.A.C.: –Fue una tarea que demandó mucho compromiso, por sus implicancias ideológicas, conceptuales y humanas. Hablamos de la necesidad de defender el amor frente a la crueldad de una clase que cree que se puede matar, torturar y violar impunemente. Y tratamos de reproducir los valores de la obra para que prendan en otros, como si fueran una semilla.

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“Es un milagro que sobrevivamos”, dicen Flack y Castilla.
 
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