ESPECTáCULOS › EL PRIMER REALITY SHOW ANIMADO

“Gran Hermano” en dibujitos

La casa de los dibujos propone un encierro forzoso para superhéroes, princesas y criaturas de animé y rompe varias tradiciones: la del reality y las de los dibujos clásicos.

 Por Julián Gorodischer

La última parodia al reality show llega en dibujos animados: se llama La casa de los dibujos y es un experimento del canal VH1 (aquí emitido por MTV, los domingos a las 23), que propone el encierro forzado para ocho criaturas salidas de cuentos de hadas, animé, sagas de superhéroes e historias escatológicas. La casa en cuestión es como la de Gran Hermano con los rehenes perdiendo el tiempo, tramando complots, golpeándose unos con otros, despreciándose con todos los argumentos impropios, desplegando ideas racistas y bromas pesadas hasta dar con una remake satírica del género del encierro. La casa... es implacable con la mayoría de las vertientes de dibujos animados: no queda en pie ni la sexy de los años 20 (Lulú), la criatura salida del animé (Ling ling), la princesa prejuiciosa de cuento de hadas (Clara) ni el personaje amorfo símil Bob Esponja (Mueble o algo). La casa... rompe varias tradiciones a la vez: la del reality bobo al volverse su comentarista más ácido y la de los dibujos clásicos al suprimir la narración y la aventura.
Como parodia, respeta la fidelidad al formato original: en La casa de los dibujos se verá, primero, el ingreso de los rehenes como en el Gran Hermano; llegan la princesa Clara, la sexy Morocha amorocha, el superhéroe Capitanazo, el héroe sensible en colaless Xander, el escatológico Puerquísimo Chancho, el afectado Mueble o algo y el animé Ling ling. En la casa, los personajes se entregan al ocio, el reposo desentendido en divanes pero con compulsión a ironizar. Aquí el complot está a cargo de Lulú, devenida en una anciana con celulitis, que se propone echar a la Morocha. Aquí, también, la boba infaltable en todo reality, Princesa Clara, suelta la diatriba racista contra Morocha, y la puja termina en un romance lésbico ante la mirada de Capitanazo. Los dibujos son versiones extremas de sus precursores de carne y hueso: subrayan el sinsentido del género de masas venido a menos. Y critican, a su vez, en un movimiento doble de autorreferencialidad, la ingenuidad de los dibujos que dieron el molde.
Pero si el reality quedará en la historia como el género de la descripción (deja hablar y pretende mostrar “la vida en directo”), su pariente animado editorializa sin parar mostrando a las caricaturas como devaluados héroes y princesas. Este sarcasmo demuele los relatos infantiles, los cuentos de hadas y las sagas orientales de monstruitos. La cándida princesa se vincula con Morocha como si fuera su esclava, la cataloga como “¡pobrecita! por ser negra”, la somete a una subasta de esclavos y, claro, se liga la trompada. Allí en La casa... ningún discurso se cree a sí mismo; todo relato se subvierte en una crítica a la fuente. Y por eso la batalla entre Princesa y Morocha invierte rápidamente el signo y se transforma en un romance lésbico apasionado, que se expresa en una canción con melodía de La bella y la bestia. Eso sí, la letra está ligeramente alterada: “Algo mi boca invadió/ es húmedo y pegajoso.../ ella logra que me derrita/ perdida yo estoy...”, canta la Princesa Clara, en imprevisto viraje a la homosexualidad. El aci-erto de La casa de los dibujos es hacer que todo pueda pasar. De pronto, una bolita del pelotero toma vida y se empieza a quejar: “¿Por qué Princesa ya no me toma como confidente? ¿Por qué prefiere conversar con Puerquísimo Chancho?”; el calvario de la bolita, clímax de esta historia, es comparable al sufrimiento de cualquier ex participante.
Los dibujos subrayan su propio marketing, dejan en evidencia los hilos de su tramado y la búsqueda del punch (la escatología de Puerquísimo, la violencia excedida de Ling ling) y testimonian modas y vicios de los jóvenes creativos cool. La casa de los dibujos recorre con gracia cada uno de los hits que impuso el género: Morocha es nominada, Lulú lleva y trae como una villana de las que se vieron y Xander es, en superficie, un héroe “en cruzada interminable por salvar a su novia” pero anticipa un comingout gay obligatorio en todo reality post Gastón Trezeguet. Es más sarcástico, sí, pero no tan dramático ni adictivo como el original que lo inspira: aquí no está la intriga por saber quién es expulsado, ni el morbo de ver a los conejillos rasgar la celda sin poder abrirla. El reality dibujado sólo peca por exceso del típico gesto posmo (estar de vuelta) que suena bien por un ratito, pero satura y no llega a igualar el canon de calidad de los mejores realities. La caricatura lleva el extremo situaciones del encierro (el complot, la votación, la fiesta sexual con tequila) que ya en sí mismas y en el original funcionaban como parodias de sí mismas. Todo el tiempo, La casa... enfatiza la bobería y la manía sexual: logra hacer reír, cuestiona al género y propone un catálogo atractivo de dibujos, pero (¿reality?, ¿qué reality?) comete dos pecados que el género no debería tolerar: no mantiene en vilo ni ofrece al fisgón una buena tajada de intimidad para espiar.

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“Algo mi boca invadió/ es húmedo y pegajoso...”, cantan.
 
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