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Misterios de un ritual

Por Horacio González*

Recuerdo unas líneas de Drummond de Andrade, el poeta brasileño, sobre el Carnaval carioca: “Cuatrocientos mil vienen a Río, cuatrocientos mil se van de Río”. El verano es un magnífico movilizador de poblaciones, de utopías y de apetencias. Nadie parece odiarlo, como sí ocurre con el Carnaval brasileño, que convoca a sus propios extranjeros extasiados y expulsa a los nativos que ya están hartos. ¿A quién expulsa el verano? No alcanzan las previstas iconografías de playa, el módico baldecito, el castillo que es una risa construir y deshacer, las crónicas sobre las áreas nudistas, el buceo de los eruditos en algas e hipocampos, los cuerpos al sol (“como cadáveres sobre la arena”, decía nuevamente Drummond, pero no quiero amargar a nadie), para sentirnos frente a un catálogo cerrado de actividades, muy taponado, sobre todo por tratarse de “tiempo libre”. Sería obtuso negar el deseo de ver el mar, o la parte de la naturaleza que más nos deslumbre. En ese deseo hay un misterio, las gaviotas cazando peces por la tarde son un alerta sobre el portento y las acechanzas de la vida. Cuando he ido a la playa, me he regocijado con el diario de Buenos Aires, leído a destiempo, sacudido por el viento, y con las cosas ocurriendo quién sabe dónde.
* Sociólogo.

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