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Abrazar

En mails, mensajes y hasta en memorandos y gacetillas de prensa, la gente se despide con “un abrazo”. Esa forma le va ganando a “un beso”, expresión más personal o acaso más femenina. Algunos intérpretes de estas sutilezas indican que el abrazo, más fraternal, se sostiene en el marco, crisis mediante, de “ser hermanos en la desgracia”.

 Por María Moreno

Preguntarse qué fue del carnet de baile y de la tarjeta de visita, del bastonero o de la nodriza puede ser hoy una tarea no menor: cualquier académico la abordaría hasta sacarle jugo político. El rostro, el pecho, los pies, el beso y hasta las lágrimas han merecido eruditas historias culturales. Pero ¿y el abrazo? ¿Qué fue de él?, más allá del mítico Yatasto y de las películas nacionales donde una madre, generalmente con el rostro de Amalia Sánchez Ariño, abrazaba para dar su perdón a un hijo que había fingido durante cinco años estudiar medicina cuando en realidad se gastaba el dinero familiar en el Marabú.
Hoy cualquier agente de prensa desconocido, cualquier compañía que manda mensajes a cientos de personas a través de una lista de mailing, cualquier político que atiende por teléfono a un pasante apurado se atreven a despedirse con “un abrazo”. También es un misterio por qué en otra época lo hacían con “un beso”. En 2002 el abrazo y el beso, tan sagrados e inmutables, al menos en su importancia dentro de nuestra antropología sentimental, sirven hoy hasta para despachar a la expulsada de un reality show. Y las que abrazan y besan son las mismas víboras que la votaron para tirar de la balsa.
Germán García, más que psicoanalista, “lector de los goces”, descree, en principio, de esos abrazos que ingenuamente continuamos asociando a la pureza.
–Siempre hubo en el abrazo una cierta ambigüedad, ya que por un lado siempre estuvo ligado a la familia y a la fraternidad, y por otro todo, el mundo sabe que significa “él la tomó en sus brazos”.
–¿Por qué hasta en los lenguajes informales que se intercambian desconocidos el “un abrazo” ha ido desplazando a “un beso”?
–Es una retórica fraternalista que se acentuó desde la aparición de las asambleas, de las mujeres de clase media alcanzándoles agua a los piqueteros. Un abrazo quiere decir “somos hermanos en la desdicha”. Como saludo nuevo veo el que responde a la lógica veloz del tinelismo: “Chauchu”. Y eso me lo puede decir hasta un desocupado a través del teléfono. Hay en todos estos supuesto cambios de las costumbres ciertos desplazamientos. En los sesenta los varones se besaban para despedirse sólo entre los miembros del grupo Cero –alude a una agrupación psicoanalítica que incluía en la cura la liberación de la sexualidad, incluso entre analistas y pacientes–. Hoy el beso amistoso de despedida equivale a un abrazo.
Para Roland Barthes el abrazo como abolimiento del deseo aun entre amantes, como un incesto prorrogado donde todo se deja en suspenso –el tiempo, la ley, la prohibición– es el retorno a la madre. En Argentina al auge del abrazo solidario coagulado en la expresión “Madres de la Plaza,el pueblo las abraza” invierte el sentido incestuoso en deseo de relevar a las madres abrazándolas metafóricamente como si fueran hijas en un intento de simbolizar una transmisión política.
Seamos uno
¿Por qué asociamos el abrazo a una inocencia que el beso nunca tuvo?
Mientras el rostro puede dejar transmutar tras una máscara de inocencia, la intención erótica a través del triángulo formado por un par de ojos adonde el deseo creerá leer el deseo y por unos labios que aun apretados y con las comisuras bajas bien podrían ser el efecto buscado de negar para tentar, en el abrazo, los cuerpos parecen querer hundirse el uno en el otro hasta atravesarse en un más allá de la carne, como deshaciéndola para sustraerla de su intención sexual. En el tercer tomo de su autobiografía, La rama de Salzburgo, donde cuenta su amor pasión por Julián Martínez, ese buen mozo criollo al que Manucho llamaba “attaché de belleza”, Victoria Ocampo da cuenta de otras de las acepciones del abrazo amoroso: como puerto, regazo recobrado y alivio. Del primer encuentro de los amantes perseguidos –ella era casada, choferes y mucamas vigilaban, la correspondencia era violada– evoca: “Me abrazó y apretados el uno contra el otro sentimos, mudos, juntos, el alivio del contacto físico. Nos invadió, eliminando todo el resto. Alivio y felicidad. Las preguntas que habíamos preparado, las explicaciones que él quería darme, las palabras que esperábamos uno de otro se desvanecieron. Hoy no hay tiempo, pensábamos. Hoy no hay tiempo sino para este bálsamo de la presencia física. Estar abrazados sin una caricia ni una palabra”.
En el género chico del abrazo está el del reencuentro luego de una separación, de una pelea a muerte que el tiempo ha difuminado junto con su proyección obsesionante de instantes dichosos y anteriores a la batalla, género que Hollywood ha explotado en los primeros años del cine sonoro haciendo que una muchacha con capotita cierre con violencia una puerta detrás de los talones de su amante para hacérsela abrir, luego de un instante de rostro demudado, y correr bajo la nieve hacia la diligencia a la que él acaba de apearse con el humor negro de su capa. Allí habrá -casi siempre– un abrazo y no un beso. Con los años el cine favorecerá el lugar común del traveling sobre una playa desierta donde los amantes hacen literal la representación del encuentro-desencuentro, corriendo uno hacia el otro con los brazos abiertos. La retórica visual moderna, que ha ampliado las posibilidades de abordaje de los cuerpos muy a menudo hará que él la levante en brazos hasta marearla –a menos que sea Dany DeVito-.
Qué amargante este Barthes que nos recuerda la “culpabilidad” emboscada en el abrazo, es decir su probable desmoronamiento en lo utilitario para un fin satisfactorio: “Sin embargo, en medio de este abrazo infantil, lo genital llega infaliblemente a surgir; corta la sensualidad difusa del abrazo incestuoso, la lógica del deseo se pone en marcha, el querer asir vuelve, el adulto se sobreimprime al niño”. Para Barthes éste sería una abrazo segundo respecto de ese otro que colma y pone en suspenso al buscador donde el orgasmo será el signo más visible de la baja estofa escondida.
Dos relatos de acuerdo con el sexo:
–Apenas yo estaba empezando a gozar de ese abrazo sentido cuando sentí que él estaba teniendo una erección.
–Me emocionó mucho abrazarla, pero cuando no separamos y pude verle la cara y entendí que ella juzgaba que ese momento era el más oportuno para proponerle que me casara con ella.
La escritora Cecilia Absatz sorprendía y hasta provocaba escándalo cuando, en la década del setenta, enunciaba como una bandera su defensa del abrazo. Es que, durante el mandato clandestino de la revoluciónsexual, el abrazo casi era el despreciado equivalente a la ausencia de sexo. Muy estudiosa de la perennidad en las estrategias amorosas de los silencios atentos –”es más difícil ser líder de audiencia que líder de opinión”, del pudor astuto y de la exhibición de dones considerados viriles para ofrecerlos a los pies del hombre en calidad de esclava– escuela de Colette –sostiene hoy la misma defensa.
–El beso es unívoco. Nunca da esa paz interior del abrazo, esa intensidad acelerada y afrodisíaca de, a lo sumo, tres minutos. El beso suele ser un punto de partida, el abrazo suele ser único. Uno no se abraza con todo el mundo, pero ¿quién no besó irresponsablemente? A Mike Jagger es más fácil querer violarlo que abrazarlo. Un abrazo es más difícil de conseguir.
Absatz cree en el abrazo de los boxeadores, en ese pasaje jadeante en donde quien ha perdido la fuerza usa la de su enemigo para apoyarse en él. Y cree en el abrazo de los políticos cuando abrazándose se ponen más allá de las diferencias o dan cuenta de que a menudo un adversario de ley es más necesario que un amigo. Aunque para Germán García el abrazo de los políticos suele ilustrar la expresión “abrazo de oso”. Hacer el elogio del adversario y darle un abrazo. “Yo sin Balbín no voy a ninguna parte”, decía Perón y lo abrazaba. Casi se trata de un espejo invertido de ese abrazo donde los amantes quieren ser uno pero sin querer saber cuál de ellos o fingiéndolo.
Si el darse la mano viril de antaño hoy se traduce en beso en la mejilla, los besos apasionados entre mujeres que se pueden ver en la película Las horas son traducciones del antiguo abrazo, sólo que en el tono mayor de las reliquias inembargables.

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