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No quemes esas cartas

El mail puede ser más ágil y más útil, pero no sólo de agilidad y utilidad están hechos los placeres. Nada reemplaza la expectativa de esperar una carta, y recibirla. O la de sentarse a escribir una respuesta.

 Por Soledad Vallejos

La historia de las cartas es casi tan antigua como la historia de la escritura. O al menos lo suficientemente antigua como para remontarse al momento en que, por primera vez, dos personas complotaron para desvanecer la lejanía con algunas líneas. Porque ésa es una salvedad que cabe hacer prontamente: una carta es todo lo que un correo electrónico jamás podrá ser, por rápido y eficiente que resulte. No se trata sólo de que, por ejemplo, una esquelita personal no necesita ser titulada, sino de algo más básico y fundamental: es la materialidad del papel, la inquietud de reconocer en el remitente la letra de alguien que está lejos, el ruidito de la hoja cuando se desdobla, alguna mancha de café sobre las letras, un perfume (aunque no se trate de una carta perfumada), los gestos de la persona que escribió desplegándose en el color de la tinta, eso es una carta. Claro que el surgimiento del mail aseguró la continuidad de algunos contactos (porque, la verdad, quién puede perpetuar la manía de dejar pendiente la cita con el correo y decir que no mandó el mensaje por falta de tiempo), pero también puede decirse que, de alguna manera, sacrificó el encanto del ritual en nombre de la rapidez. Porque las cartas tuvieron más de una época dorada, siempre que más que las palabras de una persona, podían ser la persona misma transformada en papel. Las ventajas eran insuperables; que lo digan, si no, la princesa Margarita de Inglaterra y sus afanes purificadores, que la llevaron a tirar a la chimenea todas las cartas que la Reina Madre había escrito en los últimos diez años de su vida para que no trascendieran detalles de los escándalos palaciegos. A ver si hay alguien capaz de romper su monitor sólo para descargarse.
El amor por las cartas conoce, por ejemplo, pasiones tan pero tan contundentes como la que embargó al argentino Enrique Ernesto Febbraro después de ver por la tele el pequeño paso para el hombre y el gran paso para la humanidad sobre la superficie lunar: envió 1000 cartas a 100 países distintos para proponer, en siete idiomas, la creación del día del amigo. Habría que ver, de todas maneras, qué tan largo era el texto de la invitación, o mejor, qué decían esas 700 respuestas que recibió a vuelta de correo. Frank Sinatra había aprendido a hacer de su escritura personal una suerte de manual de estilo y buenas costumbres que ya lo quisiera leer un aprendiz de dandy (“mis reglas básicas son: el puño de la camisa extendida dos centímetros por arriba de la manga de la chaqueta, los pantalones deben terminar justo encima de los zapatos y, opcionalmente, un pañuelo en el bolsillo, más precisamente un pañuelo de color naranja que he adoptado como mi color favorito”), pero si de lo que se trata es de descubrir virtudes retóricas, las cartas de Groucho Marx siempre fueron, son y serán de las más admirables. Es legendaria ya la anécdota de su debate epistolar con la Warner Brothers sobre la película Una noche en Casablanca (el estudio pretendía que evitaran mencionar a Casablanca, no fuera cuestión de que alguien confundiera a Harpo con Ingrid Bergman) y cómo Groucho logró enloquecer a todo un departamento legal escribiendo sinsentidos, pero basta husmear sus textos publicados para descubrir que la manía de replicar lo mismo podía alcanzar a sus amigos en pleno viaje por el extranjero, o al mismísimo Truman en plena convalecencia, y que, fundamentalmente, el más bigotudo de los hermanos del buen humor era todoun caballero capaz de resucitar la costumbre de responder tarjetas de visita: “Desearía poder aceptar su amable invitación para tomar el té con pastas –escribió a una académica que lo quería para una conferencia–, pero el proyecto en sí no es factible, lógico ni sensato. Para empezar, estoy aproximadamente a 5000 kilómetros de distancia y estoy atado por mi secretaria (...) además, está lloviendo afuera y nunca voy a Nueva York cuando está lloviendo. Quedo insinceramente suyo”.
Leonor Acevedo, la madre de Borges, sabía dar rienda suelta a todas sus preocupaciones de madraza en cuanta carta enviaba a su prima contando progresos y dolencias del nene (“Georgie ha vuelto radiante de su viaje, lo han tratado a cuerpo de rey, muy agasajado, dio cinco conferencias y ha vuelto a empuñar su cetro”), y seguramente hubiera muerto de envidia al leer las cartas de niño eterno que Proust enviaba a su madre para rendir detalles por cada acto lejos suyo: “Anoche, aunque comí antes de las 5, no me acosté sino relativamente tarde (3 1/2) porque estuve obligado a abrir la ventana, como te escribí ayer, y porque me quedé hasta tarde escribiéndote. Como fumé durante la mañana, volví a dormirme hasta las 4 1/2 (...) Como la puerta de calle no suena más hicimos venir al electricista de la calle Monceau porque la Sra. Gesland ignoraba la dirección del tuyo. Me siento extremadamente bien esta noche y voy a acostarme bastante temprano, aunque comí un poco más tarde”.
Fue gracias a escribirse que Adolfo Bioy Casares y Elena Garro hicieron perdurar nada menos que 23 años una relación clandestina (él ya estaba casado con Silvina Ocampo; ella, con Octavio Paz) llena de tantas emociones (“cuando abra el sobre de tu carta temblaré un poco”, “tengo tanta necesidad de ti que si no toleras estos monólogos voy a morir de angustia”) y malentendidos como si se hubieran visto a diario. Algún fervor por las estadísticas diría que fueron casi 1500 las esquelitas en que, a lo largo de 30 años, Madame Sevigné fue capaz de retratar con afanes de cronista exquisita la vida en la corte de Luis XIV, y tan luminosas eran esas páginas que Dostoievsky llegó a despreciarla “porque escribía demasiado bien”.
Después de enviudar, la reina Victoria sólo pudo encontrar consuelo en los brazos y las palabras tiernas que el criado John Brown deslizaba en pequeños billetitos plebeyos bajo su puerta real; fue el simple gesto de ofrecer en subasta las cartas que su padre le había enviado (sobre comidas naturales y terapias alternativas) lo que permitió a la hija de Salinger vengarse del desamor de años; y era el garrapateo en una hojita el medio que elegía Balzac para solicitarle a Eveline Hanska permiso para ser infiel (“Un hombre no es una mujer. Comprendes lo bastante de todo eso para saber que, hablando solamente en términos de médico, llevaría a la impotencia y a la imbecilización”). Victoria Ocampo regaba de cartas los escritorios de amigos y conocidos, papeles rosados con monogramas, a veces en sobres azulados como los que casi durante 40 años recibió de ella Roger Callois, siempre con esa letra elegante tan suya y la mayoría de las veces en francés (a fin de cuentas, el idioma en que aprendió a escribir), pero había algo que, cuando la familiaridad lo permitía, nunca olvidaba: llenar los márgenes de acotaciones, cosas de último momento que no podrían entrar en la frialdad de una postdata y que rozaban el cuchicheo distraído. Y eso sólo puede hacerse en una buena carta.

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