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La feria americana

Por Daniela Gutiérrez

Me gusta comprarme la ropa en alguna feria americana. Usada tiene un plus, algo que me atrae. Y en estos tiempos creo que ando necesitando cobijo. Todo lo que cuelga de mis perchas parece prometer más bien tangencias instantáneas y un inmediato retorno a la intemperie. Quiero un tapado donde anidar, necesito imperiosamente poder abrocharme hasta el último botón, ponerme al abrigo de lo que más temo. Estoy convencida, por experiencia, que a veces un cachito de tela puede ser la más mórbida y eficaz armadura.
Le sospecho a la ropa usada una memoria, y eso la hace única. Mi tapado nuevo tiene que estar esperándome en alguna feria americana. El recorrido exige paciencia y sutileza, no es cuestión de conformarse con cualquier cosa. Un buen cortejo es siempre mutuo y minucioso.
Será un placer indescriptible reconocernos: cuando me lo pruebe voy a saber instantáneamente que ese paño será capaz de interponer entre mi ropa y la aspereza del mundo, un contorno más terso, más resiliente, menos hostil.
El vendedor a veces conoce la historia de esa prenda, y si eso no pasa, soy capaz de inventarle una a medida. La pista está en la hechura, en los pliegues. Esta vez fue así: primero me topé con uno que me fascinó: entalladito, aire cabaret alemán años ‘20, mezcla sutil de marcialidad y atorrantez. “Justo”, pensé. Pero cuando me lo puse no encastramos. Descubrí en el fallido intento que a veces el disfraz resulta más develador que la coraza. Desde otro local me miró una campera naranja, “el color dará, seguramente, ánimo a mi espíritu”... no. Al probarla descubrí con horror que los bolsillos eran de mentira, que eran agujeros al piso, que dejarían escurrir sin reparo cualquier secreto. Y hoy la cosa no está para andar regalando lo poco que nos queda.
Una amiga siempre me dice que le impresiona pensar que la ropa usada puede haber sido de alguien que está muerto. A mí me deleita pensarle un dueño. Creo que las almas más interesantes no están esperando emboladas, en el limbo por su carne seguramente marchita sino que les gusta más darse una vuelta por estos negocios a la espera de un cuerpo que les convenga. Estaba pensando todo esto cuando de golpe lo vi.
Un saco azul como lo más profundo de algún mar. Ya en la percha se le notaba la estirpe, buena caída, escondite perfecto. Sin duda la dueña anterior había sido una mujer valiente... una que se decidió a cambiar de piel, y vendió este saco que ahora me calza a mí como un guante.
La pechera cruzada es un regio escudo. Lo uso todo el tiempo, lo disfruto ... y cuando estoy trabajando, o en un bar, lo cuelgo del respaldo de mi silla y conversa con mi nuca. Yo, feliz, cuando me lo pongo siento ceñirse a mi cuerpo el aura de aquella mujer que imagino capaz de hacer lo que quería. Con la osadía de declararle su súbito y fugaz amor a cualquiera sin prometerle nada a cambio. Debe haber sido una mujer interesante, curiosa, sin miedos ni vértigos.
Y bueno, es cierto, quizá mi saco azul profundo sea sólo un ilusorio quitapenas. ¡Qué más da!, en todo caso no habrá de contagiarme ninguna pulga, sino más bien me haga recuperar la memoria y entonces yo también sea lo suficientemente valiente como para venir y revenderlo.

* Lectora. Los lectores que quieran participar de esta columna pueden enviarla a [email protected].

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