PSICOLOGíA › ACERCA DEL “AMOR CORTES”, QUE SURGIO EN LA EDAD MEDIA Y REPERCUTE EN NUESTROS DIAS

“Porque mi Dama se desvanece con el alba”

En el amor cortés, que floreció en Francia hace casi mil años, intervienen tres personajes: la Dama, su vasallo-amante y –como fondo de esta figura- el Señor. El vasallo no goza de la carne de la Dama sino, en todo caso, de ese deseo que contornea un vacío. Según Jacques Lacan, las repercusiones del amor cortés aún se advierten en las relaciones entre los sexos.

Por Luis Darío Salamone *

Entre los siglos XI y XII surgió en Francia, para extenderse luego en otros países, lo que por entonces se conoció como fine amour, amor sublime, amor afinado, depurado, pero no en el sentido platónico. Se trata de un amor hasta el fin, un amor llevado a sus límites extremos. Jacques Lacan (“L’insu...”, seminario inédito) sostuvo que “sus repercusiones éticas aún son sensibles en las relaciones entre los sexos” (Seminario “La ética del psicoanálisis”, Paidós, 1988).
No es sólo una modalidad de amor, sino además una creación literaria; para Lacan implica un paradigma de sublimación, en tanto está en referencia a esa Cosa que Freud aisló como el primer exterior en torno del cual se organiza todo el andar del sujeto en relación con el mundo de sus deseos, ese objeto que, por naturaleza, está perdido; ese Otro absoluto que se procurará reencontrar pero que sólo reviviremos en sus coordenadas de placer, esto es, la nostalgia.
La sublimación eleva un objeto a la dignidad de la Cosa, y el amor cortés tiene que ver con la sublimación del objeto femenino. La Cosa está representada por un vacío en torno del cual se organizará el amorío cortesano.
El amor cortés revela cómo el amar era un arte en el sentido antiguo: un saber práctico, una técnica. La literatura cortesana muestra un arte de amar, cómo decir un saber y practicar el amor, una enseñanza del amor. Ars amandi, “el arte de amar”, es una expresión antigua, título de un poema de Ovidio, quien considera el amor como una técnica susceptible de ser enseñada, comparándolo con la navegación o la conducción de un carro; se trata de una técnica de la seducción. En la Edad Media, Ovidio encontró a sus más apasionados lectores, pero no se conformaron con imitarlo: se ha dicho que en esa época se inventó una idea nueva y original del amor que, al tomar en serio al deseo, reveló algo de la verdad que está en juego (El arte de amar en la Edad Media, Cezanave y otros, Medievalia. Barcelona, 2000). El amor fue tomado en su naturaleza paradójica y contradictoria; un amor que es alegría pero también sufrimiento. Los trovadores utilizaban la palabra joy, que si bien participa de la alegría era diferente, se trata de una joya en la que la alegría del amor contempla la presencia de cierta sombra. La insatisfacción era considerada como una esencia del deseo, verdad que nos revela la clínica de la histeria. Por otro lado, los obstáculos llevan a la exaltación del amor (Las mujeres y sus goces, Silvia Tendlarz, Diva, Buenos Aires, 2002).
Como plantea Jean Markale (El amor cortés o la pareja infernal, Medievalia. Barcelona, 1998), “la pareja constituida por la dama y su amante, sean cuales fueran los motivos reconocidos o subyacentes, es una especie de pareja infernal que se lanza a través de la sociedad medieval cristiana y turba su buena conciencia”.
Una tradición incierta habla de las “cortes de amor”, tribunales donde las Damas dictaminaban sentencias de acuerdo con una ética del amor. André de Champelain permite acceder a algunos de los fallos dictados por las Cortes de Damas. En uno de ellos, dictado por la condesa de Champagne, se trata de un caballero enamorado de su Dama: ella primero se había negado a amarlo y después le ofreció su sentimiento a cambio de que él se comprometiera solemnemente a obedecer todas sus órdenes. El enamorado aceptó. Entonces la dama le ordenó no alabarla jamás en público. El enamorado pudo cumplirlo hasta que escuchó a unos caballeros atacar la reputación de su dama: reaccionó violentamente y defendió su honor. Cuando ella se enteró de lo sucedido le hizo saber que quedaba privado de su amor, por haberla alabado en público. Pero, en la corte de amor, la condesa de Champagne dictaminó a favor del joven por considerar injusto que se le ordene al enamorado no inquietarse por su amor. No se le puede sustraer al amor esa dimensión inquietante.
La Dama es una cualquiera
En el amor cortés, el centro del cuadro es ocupado por la Dama, del latín domina, dueña en el sentido literal del término: ella tiene la posición dominante. Además, está casada. Su amante acepta ser su vasallo, los trovadores la llaman mi dons, “mi señor”, en masculino. A partir de cierta mirada furtiva (carácter esencial del amor cortés es ser furtivo, término que proviene de la palabra latina que remite a “ladrón”), de un flechazo, un joven queda cautivado, no pudiendo pensar en otra cosa que en ella.
La jerarquía social de la Dama estaba por encima de la del enamorado. Podía llegar a ser, y en este caso no sin ciertas complicaciones, la esposa de su propio Señor. En cuanto al joven, lo entendemos en un doble sentido de la palabra: con respecto a la edad, pero también célibe, es decir sin esposa, pero cortejando a una mujer casada, rodeada de estrictas prohibiciones. El triángulo lo completa el Señor, es decir el esposo de la Dama, cuyo matrimonio era el producto de negociaciones preestablecidas.
George Duby (El amor en la edad media y otros ensayos, Alianza Universidad. Buenos Aires, 1991) se interroga sobre esta relación entre los sexos. La mujer acaso sólo sea una ilusión, un señuelo, quizá tenga la función de velo. Podría conjeturarse, según Duby, que en este triángulo el vector que se dirige del joven a la Dama rebote en ella para continuar su camino hacia quien sería su verdadero objetivo: el Señor. Esto lleva a Duby a preguntarse si el amor cortés no es en realidad un amor entre hombres. Si bien no descartamos esta consideración, estamos sosteniendo la teoría de que el amor, y particularmente el cortesano, es vacío.
En este sentido la figura de la Dama resulta para nosotros central, y toda la lógica de estos amoríos se fundamenta en contornear a esa mujer cuyas condiciones consisten precisamente en representar un vacío. Lacan observa que la Dama presenta caracteres despersonalizados, a tal punto que todos los que le cantan parecerían dirigirse a la misma persona. El objeto femenino se encuentra vaciado de toda sustancia real.
Es de sumo interés la producción literaria que es resultado de estas maniobras. Los trovadores componían la letra y la música que cantaban los juglares. En estos poemas se ve cómo se retrasa constantemente el momento en el que la amada puede quedar atrapada. La satisfacción estará en la espera. Como dice Lacan en el texto ya citado, “el objeto, señaladamente aquí el objeto femenino, se introduce por la muy singular puerta de la privación, de la inaccesibilidad”. Se puede cantar a la Dama, pero teniendo en cuenta una barrera que la aísla. El placer no tiene que ver con la satisfacción sino que está desplazado a la espera. Un claro ejemplo de esto es Ulrico de Lichtenstein, quien cortejó a su Dama antes de obtener una entrevista durante diez largos años.
El trovador podía enamorarse de una Dama sin siquiera haberla conocido, por el mero hecho de oír hablar de ella, cómo le sucedió a Jaufré Rudel, príncipe de Blaya, señor de Pons y de Bergerac, quien se enamoró sin haberla visto nunca de una condesa de Trípoli (Odierna, esposa de Raimundo I); partió para ofrecerle su amor y, al llegar, murió en los brazos de ella. Según su biógrafo, la condesa lo hizo sepultar en la Casa de los Templarios y, ese mismo día, ella tomó el velo (Trovadores y troveros, René Nelle, Medievalia, 2000). Rudel escribió: “Mi dama es una creación de mi espíritu y se desvanece con el alba”.
Otro punto a tomar en consideración es el peligro que la situación conlleva (si bien es cierto que no sólo para los trovadores cortesanos una mujer puede resultar peligrosa): “Amar con fine amour era correr la aventura”. Una aventura que, según los historiadores, apuntaba a superar el malestar de enfrentarse con el “punto muerto de la sexualidad” y al”insondable misterio del goce femenino” (Historia de las mujeres, George Duby y Michelle Perrot, Madrid, 1992).
La creación poética cortés permite entonces situar el lugar de la Cosa y plantea, a partir de la sublimación inherente al arte, un objeto enloquecedor, un partenaire que Lacan llama “inhumano”. Hay en el amor cortés una exaltación donde el ideal proyectado en el espejo lleva a una función de límite, mostrando la inaccesibilidad del objeto, lo que no puede ser franqueado. El objeto está separado, como lo está el hombre de la mujer, y esto anuncia el célebre aforismo lacaniano que postula la inexistencia de la relación sexual.
La Dama ocupa el lugar de la ausencia de la Cosa, o bien de lo que da cuenta de esa ausencia, esto es, lo que Lacan llama objeto “a”. La Dama evoca su presencia, pudiendo adquirir características inquietantes, enigmáticas y hasta crueles. Así son presentadas por los trovadores desde Guillermo IX de Aquitania, primer trovador conocido, o en las novelas de Chrétien de Troyes.
Un poema de Juan de Mena (1411-1456), titulado precisamente “A una Dama”, habla así del deseo: “¿Quién nos dio tanto lugar/ de robar/ la hermosura del mundo,/ que es un misterio segundo,/ tan profundo/ que no lo sé declarar?/ Bien es de maravillar/ el valer que vos valés;/ mas una falta tenés/ que nos hace desear”.
Se trata de un poeta tardío. En realidad, como lo plantea Denis de Rougemont (Amor y Occidente, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, 1993), el leitmotiv de todo amor cortesano es la separación. Aimeric de Belenoi cantó a su amor como la “mala alegría” y escribió: “¡Dios mío! ¿Cómo puede ser que cuanto más lejana más la deseo?”.
Lacan plantea la posibilidad de un reconocimiento distante del Otro, donde el saludo es para el enamorado un don supremo, signo del Otro, de una presencia que remite a una inexistencia. Dante Alighieri (1265-1321), en la Divina Comedia, escribió: “La finalidad de mi amor, ¡oh dama!, se cifra en saludar a la mujer que sabéis, y en ello consiste mi felicidad, términos de todos mis anhelos”.
En el Seminario “Aun” (Paidós, 1990) Lacan vuelve una vez más sobre el amor cortés (que también abordó en el seminario inédito “L’insu...”), para presentarlo como una refinada forma de suplir la ausencia de la relación sexual, donde se finge que uno es el que la obstaculiza. Un engaño, un velo para procurar salir airosos de la dificultad de enfrentarse a lo que no existe. Una forma de delimitar, de hacer presente y ausentar aquello que la Dama representa, que no es otra cosa que un vacío, así como todo amor destinado a ella es un amor vacío.

* Miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana. Extractado del artículo “Un amor vacío”, publicado en la revista Psicoanálisis y el Hospital, Nº 22, “La vida amorosa”, de próxima aparición.

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