PSICOLOGíA › EL MATRIMONIO IGUALITARIO Y LA IGLESIA

“Invocando a Sodoma”

 Por Ernesto S. Sinatra *

Respecto de la ley que legalizó el matrimonio entre personas del mismo sexo, más allá –y más acá– de los berrinches ultramontanos de los representantes de la familia tradicional, la Iglesia Católica se ha erigido como la abanderada de la oposición, agitando los estandartes del derecho divino y natural, invocando a Sodoma (sic) y a las huestes del demonio como presunto instigador del acontecimiento. Es oportuno recordar que las iniciativas ciudadanas sólo pasan al campo del derecho cuando el peso de lo social ya las ha transformado en hábito: siempre lo judicial “retrasa” respecto de lo realizado en el campo del lazo asociativo, en lo vivido efectivamente por los ciudadanos. Sólo pudo darse en el Parlamento el debate sobre los derechos de los homosexuales a hacer uso de las instituciones, como cualquier hijo de vecino, porque ya había vecinos que convivían con otros de su mismo sexo.

La Iglesia siempre retrasa, ya que al estar anclada en la tradición debe transmitir el dogma de un modo siempre igual a sí mismo, y eso no es por un capricho, sino por una razón de estructura; no puede modificar así como así sus principios –no ya sólo sus rituales, su liturgia–, por más desactualizados que estuvieren frente al avance de las transformaciones de la subjetividad y del lazo social. Conservar esa lentitud resolutiva es una condición de su durabilidad.

Pero hay más: la trascendencia del corpus cristiano –que logra atravesar generaciones al respetar lo intocable de sus escrituras, tan necesariamente sagradas– ofrece a los individuos (los “fieles”) una sensación de seguridad muy potente; otorga algo así como un calorcito de inmortalidad, una sensación de comunión eterna con el Otro sempiterno, al serles transferido a ellos –mortales al fin– el abrigo de esos dogmas y escrituras, sacramentos y mandamientos. Paso siguiente: creencia asegurada en el ascenso celestial post mortem, si uno cumple con la obediencia al Otro aquí en la Tierra.

Pero, del otro lado del mostrador, menudos problemas terrenales (inmanentes, no trascendentes) deben afrontar hoy las autoridades eclesiásticas. Disimulan, de un modo cómplice e inadmisible, las prácticas pedófilas de (no pocos de) sus representantes. A diferencia de sus colegas protestantes, niegan a los sacerdotes en su conjunto el sacramento del matrimonio (ya no entre homosexuales sino en su versión tradicional, heterosexual). Rechazan el uso de preservativos (incluso en los tiempos del sida, empujando a sus fieles a lo peor) para sostener a ultranza la separación entre procreación y concupiscencia (es decir, el placer en el encuentro sexual): hijos, sí; goce entre los cuerpos, no.

A la luz del peso institucional de la Iglesia y de su influencia en las decisiones de Estado, se hace evidente el peso que conlleva hoy el triunfo de la comunidad gay, con el matrimonio igualitario. Los homosexuales han sido tradicionalmente el adversario decidido de la Iglesia, por poner en evidencia que no existe una relación natural entre los sexos. La homosexualidad ha sido el síntoma instalado en la historia de la humanidad para hacer saber que los nenes no necesariamente son para las nenas.

Las cruzadas para proscribir a los homosexuales (en el mejor de los casos, ya que la pendiente de la segregación supo declinar, de proscribir, en exterminar) se encaminaron siempre a eliminarlos como minoría para que no contaminaran al universal natural. Es que las minorías –cualesquiera fueran– cargan siempre con ese halo: el de descompletar un conjunto cerrado, el universal, cuyo poder hegemónico se vería amenazado por su presencia.

La existencia de los homosexuales demostró desde siempre que la sexualidad natural no existe, que la sexualidad misma ha sido subvertida en la especie humana por la sexuación: neologismo, este último, de Jacques Lacan, para indicar que la elección del sexo está determinada por condiciones precisas de satisfacción infantil, tanto como por identificaciones múltiples –de las que es imposible anticipar su orientación–, y que esto ocurre más allá de la determinación natural orgánica.

Esto va, además, para quienes afirman que no habría que dejar que los homosexuales adopten hijos, ya que saldrían homosexuales. Es una presunción dogmática, al suponer que se podría predecir la orientación de las identificaciones y que, además, se podría saber la orientación del goce de cada sujeto. Es una falacia, ya que no se sabe –ni podrá saberse, por más determinación biológica del niño o de sus padres– la elección sexuada que realizará cada ser hablante.

La ley del matrimonio igualitario se ha colocado en el centro de los debates sociales y políticos y eso incluye a las madres. Valga el caso de una de la especie que, confrontada con la confesión de la homosexualidad de su hijo, había respondido muy compungida, pero trastrocó su sentimiento en alegría desbordante cuando, años después, se legitimó el matrimonio gay. ¿Qué había sucedido? ¿Cuál era la razón de la transmutación subjetiva producida en ella? Muy simple: con la nueva ley, ahora sí su hijo podría casarse... y tener hijos. Como se ve. lo que afectaba a esa madre no era la homosexualidad de su hijo, sino que él no pudiera casarse ni tener hijos. Curiosamente, esta evidencia contrarió muy precisamente la creencia de su hijo, quien se sentía rechazado por ella por su condición gay; permitiéndole –no sin sorpresa– aislar desde el diván analítico un fantasma de exclusión que lo atormentaba desde niño, con el que se sostenía desde la insatisfacción del deseo.

El debate sobre la homosexualidad continúa, más allá y más acá del campo del derecho; la pregunta acerca de la identidad masculina sigue viva.

* Director de la Escuela de la Orientación Lacaniana (EOL). El texto es anticipo del libro ¡Por fin HOMBRES al fin! (Grama Editorial).

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