PSICOLOGíA › LA SUBJETIVIDAD OCCIDENTAL, DESDE LOS ORIGENES DEL PSICOANALISIS HASTA HOY

“Dios ha muerto pero a mí no me importa”

El sujeto con el que el psicoanálisis dialogó en sus comienzos, a fines del siglo XIX, se hallaba “sin certezas, sin una verdad total y con una conciencia culpable”, observa el autor de este texto; el de hoy, en cambio, es “una poca cosa” cuya desesperación no expresa otra cosa que “la huida del sentimiento”. La depresión sería, para este sujeto, lo que fue la histeria para aquél.

Por Rodolfo Moguillansky

En los comienzos del psicoanálisis, en las postrimerías del siglo XIX, luego de “la muerte de Dios” –proclamada con tono irónico y trágico por Nietzsche en Así habló Zaratustra–, el sujeto se encontraba sin certezas, sin una verdad total, desgarrado, con una conciencia culpable y, a la vez, con una tremenda nostalgia por lo absoluto y una cierta desesperanza de reencontrarlo. Que estuviese desesperanzado no llevaba a este sujeto a cuestionar que, en algún origen, lo absoluto era un lugar que él había habitado. Su conciencia culpable era una evidencia de lo que él había hecho para perder el Edén. Si lo había perdido, entonces el Paraíso había existido y, en esta o en otra vida, era posible recuperarlo. Había en este sujeto el supuesto de haber sido libre y feliz y de, por algún oscuro error o felonía, haber perdido ese estado de gracia. Umberto Eco habla de esta “obsesión laica” aun en los no religiosos. Ese sujeto sin certezas, sin verdades, culpable, brotó en el inmenso vacío que dejó el desecamiento del lugar central que había ocupado la teología.
La neurosis, tal como la entendía el psicoanálisis, era una solución a este dilema. Y, en el centro de la cuestión del sufrimiento neurótico, el psicoanálisis planteó: interrogar al sujeto, sin proponerle un camino que le devuelva el cielo. Cuando la paciente Dora le cuenta a Freud sus desventuras –el asedio amoroso por parte de un hombre, en complicidad con su propio padre–, Freud le pregunta: “¿Qué papel tiene usted en esta historia?”. Esta pregunta, que buscaba la respuesta en el interior del sujeto –y no en lo que le hubieran hecho–, encontraba un nicho donde alojarse en la conciencia culpable de ese sujeto de finales del siglo XIX. La pregunta que interrogaba la conciencia culpable de un sujeto fue muy eficaz a la hora de explorar el modo de sentir y de pensar humano, abriendo una notable grieta en ese absoluto. Lo que Freud le proponía a Dora era explorar cómo pesaba ella en el padecimiento que tenía; no le prometía redención ni salvación.
Sin embargo, el psicoanálisis y los psicoanalistas fueron instados, no hacia la profundización de estos interrogantes, sino hacia su cierre. Este cierre es lo que, cada vez con más vehemencia, le reclama la sociedad –y es lo que le demandan los pacientes–. Nuestra mente, aunque no esté habitada por ideas religiosas, tiende a pensar con un criterio religioso.
George Steiner –en cinco conferencias radiales que dio en 1974 en Canadá– postula que el hombre contemporáneo, frente al vacío dejado en la cultura occidental por la decadencia de los sistemas religiosos, ha adherido a “mitologías sustitutivas”: el sentimiento de absoluto tiende a recuperarse en el uso que se hizo de la filosofía política de Marx, del psicoanálisis de Freud y de la antropología de Lévi-Strauss, que, a juicio de Steiner y en relación con el uso que les dieron las mass media, han tomado la posta oficiando como mitologías sustitutivas.
Steiner postula que estas mitologías logran su efecto en tanto cada una de ellas arbitra como una doctrina o cuerpo de pensamiento que tiene como primera característica la pretensión de totalidad; en tanto dan “un cuadro completo del ‘hombre en el mundo’”. Cada una de estas mitologías produjo en algún momento una revelación crucial a la que se le ha otorgado la capacidad de definir todo el sistema; ese momento se conserva en textos canónigos. Pronto hay rupturas que toman la forma de herejías, las cuales producen submitologías rivales; entre ortodoxos y herejes hay enemistades encarnizadas. Un tercer elemento de estas mitologías es que desarrollan un lenguaje propio, un conjunto particular de imágenes emblemáticas.
En desmedro de lo que traen como nueva visión, estas mitologías son usadas como sistemas que transparentan todo, no dejan recoveco sin develar. Sus textos pasan a ser sagrados y su práctica se llena de gestos cruciales, transcurriendo en una realidad que para esa mitología se exterioriza como obvia.
Steiner no cuestiona el valor que tiene la teoría de la plusvalía de Marx, o las consideraciones psicoanalíticas sobre lo inconsciente, o laestructura del parentesco pensada, en Lévi-Strauss, como un sistema de intercambio. El quiere llamar la atención acerca de cómo la nostalgia por lo absoluto es, en el imaginario social, tan profunda que la mayoría de las personas hace un uso de estas teorías que les permite pensarlas como demostraciones absolutas. Se las usa como sistemas de creencias, los cuales entonces ofician como profecías que dan garantías universales, perdiéndose lo que cada uno de estos rumbos de pensamiento traía de innovador al promover nuevas preguntas.
Diversos ensayistas de la posmodernidad –como Jean-François Lyotard en La condición posmoderna, Jean Baudrillard en L’Echange symbolique et la mort, Gilles Lipovetzky en La era del vacío o Alvin Toffler en La tercera ola–, proponen que hemos entrado en una sociedad posindustrial, lo que ha originado cambios en los modos de producción, cambios en la producción del saber, cambios en los paradigmas sociales y cambios en la subjetividad. Lyotard (...) estima que, en esta transformación, “todo saber que no pueda ser traducido en cantidades de información será dejado de lado; más aún, las nuevas investigaciones se subordinarán a la condición de traducibilidad de los eventuales resultados a un lenguaje de máquina”. Y pronostica que habrá profundos cambios en la relación del sujeto con el saber: el principio de que la adquisición del saber es indisociable de la formación del espíritu caerá en desuso; el saber se producirá para ser vendido, se valorará en tanto producto a ser consumido y útil para una nueva producción; será un bien de cambio. Dejará de ser en sí mismo su propio fin y, en consecuencia, perderá su “valor de uso”, pronostica por su parte Jürgen Habermas. El saber será mercancía informacional.
La mercantilización del saber lleva a privilegiar una ideología donde el progreso está dado por mensajes que circulan rápido, son ricos en información y son fáciles de decodificar. Este saber “útil” tiende a ocupar casi todo el escenario en detrimento del saber “narrativo”, que sería el que provee el psicoanálisis. El saber “útil” aparece legitimado por su íntima relación con el poder. El saber es poder.
En la posmodernidad, y en aras de la optimización, toda teoría –no es una excepción el psicoanálisis– será puesta al servicio de una verdad unitaria y totalizante. Pero el psicoanálisis se refiere a una verdad singular, no generalizable.
En esta sociedad posmoderna, el sí mismo es poco. El sí mismo posmoderno es una minucia, una poca cosa atrapada en un cañamazo de relaciones complejas y móviles, situado en puntos por los que pasan mensajes de naturaleza diversa. Es una poca cosa atravesada en las posiciones de emisor, destinatario o referente, pero no como sujeto. Sus desplazamientos respecto de los efectos de ese juego de lenguaje son sólo tolerados dentro de ciertos límites.
El desierto emocional del individuo posmoderno es distinto al desgarramiento del sujeto de fines del siglo XIX, luego de la muerte de Dios nietzscheana. Afirma con ironía Lipovetsky: “Dios ha muerto, las grandes finalidades se apagan, pero a nadie le importa un bledo”. Los individuos aspiran cada vez a un mayor desapego emocional, a no sentirse vulnerables; tienen enorme miedo a la decepción, entendida como eso que se traduce a nivel subjetivo en lo que se ha llamado “la huida del sentimiento”. “¡Si al menos pudiera sentir algo!” es la fórmula que traduce la desesperación de este sujeto posmoderno.
No hay reunión científica en la comunidad psicoanalítica donde no se precipite en algún momento la pregunta: ¿ha cambiado el desgarrado sufrimiento neurótico del sujeto que atendía Freud por este individuo indiferente que sufre porque no siente y, si siente algo, es el vacío? Debiéramos reconocer que ha habido un cambio en la demanda. La mayor problematización de la demanda tiene, sin duda, orígenes en variaciones en los paradigmas sociales, pero también se han dado transformaciones en la subjetividad. Estos cambios han llevado, a juicio de Elisabeth Roudinesco, a privilegiar un “sufrimiento psíquico que se manifiesta hoy bajo la formade la depresión”, en detrimento del sufrimiento de la histeria, que “traducía una contestación al orden burgués que pasaba por el cuerpo de las mujeres”.

Fragmentos del libro Pensamiento único y diálogo cotidiano, de próxima aparición (Ed. del Zorzal).

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