PSICOLOGíA › SOBRE LA GUERRA, LAS PULSIONES Y LA CULTURA

El “mal infame” sirve al poder

Por Silvia Ons *

Sigmund Freud rechazaba de plano la idea de una bondad originaria del hombre, a la que responde el mito del origen de J.J. Rousseau: en esta concepción –que conduce inevitablemente a la paranoia–, el mal proviene de la corrupción de las costumbres, a la que Rousseau opone una inocencia natural; el mal –sexual– provendría entonces del exterior amenazante. Ese corazón propio, bueno, definido por Rousseau como “transparente como el cristal”, es un corazón maniqueo que ha divorciado, sin dialéctica, el bien del mal, y este último queda expulsado en los confines de la alteridad. Más certero, San Agustín supera su propio maniqueísmo al reconocer que, cuando de joven robó unas peras, no lo hizo simplemente para disfrutar de ellas, sino por el goce en la transgresión misma, aunque recurra a un poder impersonal del mal.
Si se conjetura que las malas inclinaciones del hombre le son desarraigadas y, bajo la influencia de la educación y del medio cultural, son sustituidas por inclinaciones a hacer el bien, sorprende que en los así educados la maldad aflore con violencia. Freud lo explica con el argumento de que la cultura fuerza a sus miembros a un distanciamiento cada vez mayor respecto de sus disposiciones pulsionales. Y no duda en llamar hipócrita a quien reaccione siempre de acuerdo con preceptos que no son la expresión de sus inclinaciones. Si, en la oportunidad de la guerra, los pueblos, los individuos rectores de la humanidad y los Estados abandonan las restricciones éticas, ello obedece para Freud a la incitación a sustraerse de la presión continua de la cultura, dando satisfacción a las pulsiones refrenadas.
Sin embargo, en “Por qué la guerra”, Freud concluye que “todo lo que promueva el desarrollo de la cultura trabaja también contra la guerra”: hay entonces culturas que, por rechazar la dimensión pulsional, hacen que ésta se acreciente llevando a la guerra, pero otras posibilitarían un destino pulsional diferente, que trabajaría “contra la guerra”. Es muy interesante la manera en la que Einstein diferencia cultura de “intelectualidad”: observa que esta última es proclive a desastrosas sugestiones colectivas, ya que el intelectual ha perdido contacto con la vida.
Cabe recordar aquí la diferencia trazada por Bataille entre el “mal pasional” y el “mal infame”. El mal pasional no es calculador ni está legitimado por ningún poder. En cambio, el mal infame sirve a un poder, creando incluso una buena conciencia, pues se sabe en concordancia con un objetivo oficial del Estado. Las atrocidades de las multitudes no son éxtasis nacidos del espíritu de revuelta, sino de los excesos de los espíritus serviciales.
La guerra se apoya siempre en certidumbres: la de la raza –la sangre, la nacionalidad, “la madre tierra”– y la religión –creencia en certezas apoyadas en la exclusión de lo diferente––-. Como dice Jorge Junis, en la guerra pueden variar los actores, el escenario y hasta las armas pero el argumento siempre es el mismo: la guerra va dirigida a lo semejante en lo que tiene de diferente, y aun a lo que de semejante –ignorado en el sujeto– tiene el diferente.
Pero, dice Freud, “el amor a la mujer rompe los lazos colectivos de la raza, la nacionalidad y la clase social y lleva así una importantísima labor de civilización”: ruptura, pues, de las razones que han motivado toda guerra. La mujer encarna no sólo lo heterogéneo del otro, sino lo otro de mí que me es ajeno. Son los preceptos universalizantes, las prescripciones válidas para todos, lo monotonoteísta de la religión (según una feliz expresión acuñada por Nietzsche), lo que me conduce a estar en guerra conmigo mismo, por rechazar en mí lo diverso.
En lo singular de cada viviente se alberga un poder creador que, porque no se somete, es pacifista.

* Coordinadora del ciclo “El psicoanálisis en la cultura”, que continúa hasta el 30 de junio en la Biblioteca Nacional. Texto extractado de una presentación en la última Feria del Libro.

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