PSICOLOGíA › LA ESCENA INFANTIL MASOQUISTA DE JEAN-JACQUES ROUSSEAU

El contrato sexual

Análisis del célebre texto autobiográfico donde el autor de El contrato social narró la escena en que, cuando tenía ocho años, sintió por primera vez unos “goces dulcísimos”, al ser castigado por una institutriz.

Por Paul-Laurent Assoun *

No es casual que en el meollo del proyecto de una escritura de sí teñida de masoquismo moral, y llamada Confesiones, género reinventado por Jean-Jacques Rousseau, veamos surgir la escena originaria de la seducción masoquista. En las primeras páginas de su relato autobiográfico, describe cierto “castigo infantil recibido a los ocho años de manos de una joven de treinta”, del que declara formalmente –y con lucidez– que “definió mis gustos, mis deseos, mis pasiones para el resto de mi vida”, pero añadiendo: “... y ello justo en sentido opuesto a lo que debía resultar de él naturalmente”. En síntesis, el autor ve aquí “las primeras señas de (su) ser sensible”, por el cual el curso de su vida pasional ya no será nunca “natural”, como tampoco lo será la relación de Jean-Jacques con otras mujeres distintas de aquélla.
Se trata de la señorita Lambercier, quien fascina al pequeño Jean-Jacques con el brillo de su feminidad madura exaltado por la mirada del niño. Es la educadora que “nos dirigía el afecto de una madre”, pero es también “la autoridad” de la “férula”, esa paleta de madera o cuero, objeto decisivo del ritual pedagógico durante siglos. El caso es que, un día de 1722, el pequeño Jean-Jacques comete una tontería, esto es, la falta que lo pone en situación de merecer esa punición, la “punición de los niños”, de la que en apariencia –se ocupa él de precisar– la educadora no abusaba. Función de infrecuencia que prefigura su encanto.
Ahí lo tenemos, esperando en la zozobra de la angustia la ejecución de la pena, consecuencia fatal del juicio. Pero lo que ocurre es de lo más inesperado: “Después de la ejecución, me pareció menos terrible de sufrir que cuanto lo había sido la espera”.
Podría verse en esto un simple alivio: él esperaba lo peor y finalmente la cosa no hizo tanto daño, él “no murió” de eso, como se dice. Pero aquí se trata de mucho más, y de algo muy distinto: decir que le pareció “menos terrible” que lo temido es poco; en cierto modo, él lo habrá apreciado. Tras la espera angustiada, he aquí la (buena) sorpresa. Queda impactado al encontrar placer donde menos lo esperaba, hasta el punto de “buscar la repetición del mismo trato mereciéndolo” (el subrayado es nuestro). Es un activo nostálgico de aquella “primera vez” en que se halló en situación de padecer. Aspira a “volver a pasar por ello”.
Desde ahora él busca los golpes, espera que regresen. Convoca desde su deseo, o por lo menos desde su apetito, lo que su angustia le había hecho temer. Se trata, en el sentido más literal, del gusto por el après-coup (juego de palabras con esta expresión francesa: literalmente, “después del golpe”, pero también “después del hecho”, “a posteriori”).
La mención de la “espera” debe ser especialmente destacada: nos sitúa en el tiempo de la angustia revertida (como se da vuelta un guante) en goce. Por lo demás, bajo el signo de la espera se había anudado la relación con la Señorita, como si ésta se hubiera hecho esperar de entrada. Tal será de ahora en más la modalidad del encuentro estructurador de la temporalidad masoquista, y que también encontramos en la verbalización corriente de la amenaza (“¡Espera un poco!”; “¡Ya vas a ver!”). Este tiempo mortificante introduce al sujeto en la angustia que el acto punitivo viene a vaciar, transformando la angustia en placer, en una violenta sedación. Con esto la espera se vuelve promesa, dirigida ahora a la repetición de las deliciosas sevicias.
Pero se ha cristalizado así una especie de amor: “Lo más extraño es que ese castigo me ligó aún más a quien me lo había impuesto”. Porque hay ahora entre ellos dos, entre estos dos, un cuerpo a cuerpo dolorosamente voluptuoso. No se podría expresar mejor el nacimiento del lazo de amor... por el látigo. Esto permite describir de manera impecable el cóctel de afectos por el que se define el placer masoquista: “Yo había encontrado en el dolor, incluso en la vergüenza, una mezcla de sensualidad que me dejaba más deseo que temor de sentirla de nuevo por la misma mano”: quiere recibir de nuevo el castigo que se le impuso la primera vez. Vive, en el corazón mismo de la vergüenza, la conversión del temor en deseo (en una figura directamente antitética de la fobia).
Cuando por fin el castigo retorna, Jean-Jacques disfruta de él plenamente, contemporáneo como es del acontecimiento que padeció la primera vez sin buscarlo. Hasta el punto de que los signos de ese disfrute se tornan visibles y la azotadora, exenta de mala intención, se hace consciente de visu de los efectos no programados que su castigo produce: la erección. Efecto indeseable desde el punto de vista de la racionalidad pedagógica, y que contraría el resultado disuasivo esperado. Al menos la señorita Lambercier habrá sido el primer testigo conocido de lo que Freud llamará “coexcitación libidinal”, aunque negándose, en su caso, a ser cómplice de este efecto erectivo.
Esta vez es el fin del breve idilio masoquista: la institutriz pretexta el cansancio para no situarse en postura de despertar de nuevo los deleites perversos de la punición. Ella “no juega más”.
Así es, pero la víctima buscará ahora el retorno de este juego en su vida amorosa, según su propio diagnóstico: “Estar en el regazo de una ama imperiosa, obedecer sus órdenes, pedirle perdón, eran para mí goces dulcísimos”. Vemos de qué modo la experiencia masoquista constituye una educación sentimental para uso del amor cortés. Pero, ¿quién seduce a quién? El “joven Don Juan” habrá encontrado el medio de entrampar a su encantador verdugo en una escena cuyo encanto éste, al interrumpir el juego, no hace más que avivar.
Ya están instalados todos los elementos necesarios para juzgar la operación masoquista. Circuito rizado que va de la angustia al placer.
Lo que ha sucedido es tan fisiológico como psíquico, es la psique convertida en fisiología. Lo resume un término que será fundamental para nosotros, el de “coexcitación libidinal”, introducido por Freud. Al comienzo había dolor, y mientras se realiza la operación nace un placer: todo indica que fue despertado por coexcitación como efecto perverso y como suplemento de placer lateral del dolor. Ha habido cierto placer, “curioso placer”, una vez más.
Freud toma nota de esto en los Tres ensayos de teoría sexual, de un modo en cierta forma solemne: “Desde las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau, la estimulación dolorosa de la piel de las nalgas ha sido reconocida por todos los pedagogos como una raíz erógena de la pulsión pasiva a la crueldad (del masoquismo)”, y esto la pone en correspondencia con la “punición corporal”. La coexcitación es así, propiamente, el “fundamento fisiológico” del que el “masoquismo erógeno” es la “superestructura psíquica”.
Encontramos aquí el papel muy activo, nos arriesgamos a decir, de la excitación. Se trata del acontecimiento físico y traumático: en este sentido, toda excitación es la acción externa que viene a mellar el organismo. Por este carácter ella es “irritación” y lo propio del “viviente” es su condición de “irritable”. Por último, sobre la base de la excitación físico-biológica se desencadena y encadena ese fenómeno propiamente psíquico que es la pulsión. Trilogía en la que es importante reflexionar para comprender el acontecimiento masoquista.

Angustia erotizada
La angustia está allí, del principio al fin, pero parece haber cambiado de forma: angustia franca mezclada con el miedo a los golpes, y luego angustia tan erotizada que apenas si se escucha su faena bajo el goce final. Pero ese dolor es administrado en el marco de un acto punitivo, y bajo esta norma es, más que tolerado, buscado. Es cuestión de una “falta” –que hizo al sujeto merecedor de la “paliza”– y que, en una retorcida derivación, lo coloca en postura de querer merecer el retorno del castigo: “¡Otra vez!”. Querer el castigo es un mérito para él.
Puede advertirse que, tras el dolor y la humillación del cuerpo puesto al desnudo, surge la erección. Dolor, vergüenza y sentimiento voluptuoso concurren en una insólita red para producir ese placer incongruente gracias al cual el niño resiste a la férula convirtiéndola en el instrumento de un deleite paralelo. Tomemos nota de la colaboración activa del cuerpo en esta operación. No omitiremos que todo esto tiene lugar en un contexto pedagógico, puesto que el niño es conducido por las vías de la punición –y a pesar de las intenciones de la educadora– hacia las sendas de un placer ilícito infligido reglamentariamente. El niño queda en cierto modo “cubierto” por el reglamento. Hasta puede exigir la punición en nombre de éste.

* Extractado de Lecciones psicoanalíticas sobre el masoquismo, Ed. Nueva Visión.

Compartir: 

Twitter

SUBNOTAS
 
PSICOLOGíA
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.