PSICOLOGíA › ACERCA DEL ATAQUE DE PANICO

El verdadero peligro

El autor, además de describir con detalle el llamado “ataque de pánico” –ese acceso de terror que el sujeto mismo no puede explicarse–, procura entenderlo en relación con la historia singular y con ciertos avatares en la grave función que un padre está llamado a sostener.

 Por Victor Iunger *

Ultimamente, nos vemos llamados a intervenir frente a un fenómeno que desde la medicina y la psiquiatría se nombra genéricamente “ataque de pánico”. Esta denominación data de los años ’80. Antes, esto quedaba dentro del marco general de los fenómenos de ansiedad o trastornos de ansiedad o trastornos de angustia.

El elemento central es la irrupción en la vida de un sujeto de un episodio de intenso terror no desencadenado por ningún hecho externo. Es un terror puntual aparentemente sin causa, que desborda las posibilidades del sujeto y lo deja desvalido, desamparado. Ese terror es en principio inmotivado, tanto desde lo exterior, desde lo que uno o el sujeto mismo ve, como desde la perspectiva de la trama fantasmática que ordena la experiencia habitual del sujeto.

El pánico propiamente dicho va acompañado, por lo general, de un cuadro corporal que nos recuerda los correlatos somáticos de la neurosis de angustia, tal como los describía Freud; palpitaciones, agitación, disnea, opresión en el pecho, dolores abdominales, etcétera. Muy frecuentemente también invaden al sujeto, junto con su terror, sensaciones de despersonalización, que es una alteración de la percepción del yo y de extrañeza de sí mismo, con impresión de estar en un sueño, es una especie de sensación de velo, desrealización; hay una perturbación de la percepción del ambiente, que se siente extraño o distante. Muchas veces el sujeto está con la conciencia atenuada, como cuando uno está entredormido. Hay trastornos en la capacidad de pensar y en la memoria. El sujeto, a falta de alguna razón para explicarse lo que sucede –no se lo puede explicar, esto es característico–, potencia su terror con la convicción incoercible de estar padeciendo un ataque cardíaco, o puede tener una sensación de muerte inminente o de estar volviéndose loco. Esto dura un tiempo determinado, aproximadamente 15 a 30 minutos, y luego cede, dejando al sujeto agotado, perplejo, anonadado, lleno de ansiedad, fatiga, falta de concentración; esta secuela puede durar desde unas horas a varios días.

A veces el pánico es lo único que ocurre; lo único que hay es esa sensación de terror inmotivado y excesivo sin todas esas consecuencias secundarias, es decir, sin los trastornos corporales ni las alteraciones de la conciencia.

Por supuesto, el sujeto trata de reponerse del pánico, trata de incorporar este fenómeno a su trama vivencial cotidiana, pero no es fácil, eso queda como una especie de agujero en su experiencia. Cuando el ataque se repite, lo cual tiende a ocurrir hasta varias veces por semana, en cualquier lugar, a cualquier hora, inclusive durante el sueño, el sujeto introvierte su concentración sobre la experiencia vivencial del terror mismo y la sintomatología corporal y psíquica que lo acompaña.

La psiquiatría suele llamar, al ataque propiamente dicho, ataque de pánico o crisis de angustia, y al cuadro que se instala en la experiencia del sujeto cuando eso se reitera, que es más serio todavía, lo llama trastornos de pánico, desorden de pánico, desorden de angustia. Si alguna feliz circunstancia no interrumpe el circuito así instalado, cosa que no es muy probable, y si no media un tratamiento adecuado, el ataque de pánico se hace trastorno de pánico, y se instala de manera crónica en la vida del sujeto, tornándola crecientemente penosa y sombría. La inhibición progresiva invade todos los órdenes de la vida, del trabajo y del amor, y, cosa característica, semejante nivel de sufrimiento torna al sujeto particularmente sensible a cualquier estímulo de la vida, de modo tal que cualquier circunstancia inespecífica puede, casi caprichosamente, volver a desencadenar otro ataque o incrementar una sintomatología concomitante, que es bastante florida.

A su vez, el ataque de pánico tiende a autoengendrarse: a partir del primer ataque se produce un cuadro de ansiedad, cuyos correlatos somáticos son los mismos que los de la angustia: en primer lugar, hay un cuadro neurovegetativo típico, co-mo consecuencia de la secreción de adrenalina; es aquello con lo que el cuerpo responde normalmente a situaciones de peligro objetivables, mediante las reacciones de huida o de lucha: es el cuerpo preparado para la acción, para huir o luchar, pero, en este caso, ¿contra qué? Esto es muy importante, pues, al no haber algo ante lo cual pueda decir “esto es lo que me aterroriza”, el sujeto queda navegando en el vacío, no tiene el trazo de la letra fantasmática que le dé una posibilidad de lectura.

El paciente construye alguna modalidad de lectura a partir de la poca letra de la que dispone, que es la que le ofrece su cuerpo. Procura interpretar lo que ocurre a partir de sus síntomas corporales. Hay una sobrecarga de la atención, lo que Freud llamaba una catexis retirada de los objetos y dirigida sobre el propio cuerpo, por lo cual los estímulos que provienen del interior del cuerpo, como también del propio aparato psíquico, son registrados con particular intensidad: los síntomas corporales que lo hacen pensar en la cuestión cardíaca, la inminencia de la muerte, los fenómenos de despersonalización, los trastornos de la conciencia, todo eso concentra su atención: el paciente lee e interpreta que se está muriendo de un ataque cardíaco o que se está volviendo loco. En todo caso, no sabe qué le pasa, pero es desesperante.

Muchas veces, la persona insiste en consultar a médicos, con la idea de que padece una importante enfermedad orgánica, y los médicos, de acuerdo con lo que su discurso les dicta, investigan: eso lleva mucho tiempo, años, porque buscan de todo y, por supuesto, no encuentran nada. En este sentido resulta preferible que el uso del término “pánico” –aunque enredado en el discurso de la psiquiatría– le dé un nombre al fenómeno. El hecho es que no hay ninguna enfermedad orgánica y, ante esto y como la sola psiquiatría no alcanza para reducir el fenómeno, aparecen tesis alucinantes, ofrecidas por uno u otro contexto cultural, y uno ve a personas extremadamente racionalistas recurrir a la magia, a la brujería, en sus intentos por resolver el problema. Todo ello trae aparejadas nuevas fuentes que alimentan el terror: el temor a la magia, a los fenómenos sobrenaturales.

En Psicología de las masas y análisis del yo, Freud describe el fenómeno de pánico (Panik, en alemán). Al referirse a dos instituciones clásicas, la Iglesia y el ejército, señala que el pánico se produce cuando la formación colectiva se disgrega, las órdenes de los jefes dejan de ser obedecidas, cada individuo cuida sólo de sí mismo y, rotos los lazos con los otros, surge un miedo inmenso e insensato, que no puede atribuirse a la magnitud del peligro. La característica del pánico “está precisamente en carecer de relación con el peligro que amenaza, y se desencadena a veces por causas insignificantes”. Freud comenta una parodia del drama Judith y Holofernes donde un guerrero grita “¡El jefe ha perdido la cabeza!” y todos emprenden la fuga: basta la pérdida del jefe, en cualquier sentido, para que surja el pánico. Es que se da una doble ruptura. Por un lado, se ha roto el lazo libidinal con el jefe o con el ideal que daba unidad a la masa; concomitantemente, se rompen los lazos libidinales entre los integrantes.

Podemos pensar que el pánico es la experiencia aterrorizante que resulta de la pérdida repentina de los parámetros simbólicos; de la pérdida sorpresiva de los parámetros que ordenan nuestra experiencia subjetiva. Esta pérdida deja al sujeto en una situación de indefensión, bajo amenaza de la desaparición de los soportes de su anclaje en el ser. Al cesar la crisis o el ataque, el sujeto intenta el reestablecimiento de esos parámetros, pero se encuentra anonadado y con una enorme, característica dificultad para restablecer la trama fantasmática. El peligro frente al cual se produce el ataque o crisis se halla desplazado en el hilo de esa trama.

El trabajo analítico muestra la íntima conexión del ataque con lo que parece ser el verdadero peligro o, mejor aún, la verdadera situación catastrófica y traumática: el colapso de la función del nombre-del-Padre. No se trata de lo que se ha llamado verwerfung o forclusión de su inscripción. Es más bien el caso de una función que se suspende pero que en algún momento, trabajosamente quizá, puede volver. Esta suspensión se refiere, no a toda, sino a una zona de la experiencia fantasmática, y eventualmente puede resolverse, en la medida en que se reestablezcan los parámetros simbólicos que ordenan la experiencia.

Ese colapso que se produce en forma repentina, abrupta, inesperada, resulta de la precipitación, en ese momento puntual, del resultado de la degradación progresiva de las figuras que sostienen el nombre-del-Padre en la realidad. Frecuentemente se trata del padre mismo; muchas veces, aunque sea con un retardo temporal, se trata de la muerte material del padre. Por ejemplo, la muerte del padre luego de una larga enfermedad deteriorante; era un padre degradado, amado pero al mismo tiempo desvalorizado. Cuando realmente murió, había sido suficientemente defenestrado y, al mismo tiempo, a pesar de esa defenestración por el sujeto, amado.

A veces fue el deterioro económico de ese padre, culminando en una quiebra que lo dejó sin su sostén económico, fálico. O bien, fracasos laborales y amorosos del propio sujeto, en cuya trama ocupa un lugar central la caída de esa función del nombre-del-Padre, esa función encarnada en una figura real que la soporte.

En todos los casos, los desencadenantes, actuales o no, existen, sólo que en espacios fantasmáticos ignorados o no que guardan proporción con la catástrofe psíquica que acontece. Pero esta catástrofe ha sido precedida, en los últimos años o quizás históricamente, por una degradación progresiva de la figura del padre, como consecuencia de la trama discursiva familiar o de la ambivalencia del sujeto o, por lo general, de ambas cosas.

Por otra parte, en la historia infantil, esa degradación de la figura del padre encuentra un anclaje sostenido en los recuerdos que el paciente evoca en su análisis, con todo su valor encubridor y de verdad.

Trono y altar

No hay por qué negar el carácter ficcional de la experiencia discursiva, pero se debe destacar la incidencia decisiva de la nominación, experiencia fundamental que ordena la consistencia imaginaria desde la instancia simbólica que circunscribe el vacío que hace a la existencia real. La puesta entre paréntesis de estos parámetros resulta en el colapso de los soportes en la realidad, el colapso de las funciones del nombre-del-Padre, que tiene lugar en quienes padecen los síntomas que la fenomenología describe con el nombre de pánico. Es así como se produce la desconexión entre el universo simbólico del sujeto y su experiencia imaginaria. El sujeto dispone del lenguaje, inclusive de su retórica, pero los nexos causales, los nombres que constituyen el registro de su experiencia vivida, no están a su disposición.

Es cierto, todos sabemos acerca del carácter engañoso de los afectos: cuando alguien llora, ¿por qué llora? ¿Llora porque sufre, llora de placer, llora de gusto? Muchas veces se desliza de un lado a otro, hay un aspecto engañoso de los afectos; la angustia, en cambio, como decía Lacan, es lo que no engaña. Lo que le da cualidad a un afecto es el nombre socialmente sostenido de ese afecto. Cuando decimos que amamos o que odiamos, no estamos diciendo meras tonterías imaginarias, estamos nominando en el lazo social una zona de nuestra experiencia, con todo lo engañoso que esto pueda ser. Ahora, cuando una persona sufre un ataque de pánico, el afecto queda desconectado del nombre, y entonces va a parar a la bolsa común de la angustia: el afecto pierde su nombre y, por lo tanto, su ubicación en el lazo social. Se pierde la coloración particular de cada afecto.

Pero en estos fenómenos se produce todavía una desconexión mayor, porque a su vez la angustia pierde su condición de estar en la trama de la causalidad psíquica: al romperse este segundo orden, que es la causalidad psíquica como experiencia –“A mí me pasa esto por tal cosa”, lo cual puede una explicación de lo más engañosa del mundo pero sin la cual no podemos vivir–, entonces el sujeto se queda sin soporte para su experiencia. Y es entonces cuando su “atención” (es decir, ese plus de carga pulsional que opera la función de la conciencia) va a parar directamente al cuerpo y, con la poca trama discursiva que le queda para interpretar, se produce la lectura, “me estoy muriendo de un ataque cardíaco”, “me estoy volviendo loco”, o, peor todavía, “no tengo explicación” y entonces es el terror absoluto.

Es decir, se da una doble desconexión. Una, de los afectos con respecto a sus nombres, por lo cual el afecto se vuelca en el fondo común de la angustia. La segunda desconexión se da entre la angustia y el psiquismo: el sujeto ni siquiera dispone del nombre “angustia” o algún equivalente para designar lo que le pasa, y entonces va a parar a las lecturas del cuerpo: los umbrales bajan, el sujeto se aterroriza, eso incrementa a su vez los fenómenos somáticos, y se instaura entonces una teoría de la experiencia alrededor de estos estímulos corporales. Este resulta ser el problema con el que hay que enfrentarse.

Mencioné el uso por Freud del término Panik en Psicología de las masas... Freud utiliza la misma palabra en su artículo “El fetichismo”, al referirse al temor del niño por la pérdida del pene: “El niño rehúsa a tomar conocimiento del hecho percibido por él, de que la mujer no tiene pene. ‘No, eso no puede ser cierto’, pues, si la mujer está castrada, su propia posesión de un pene corre peligro, y contra ello se rebela esa porción de narcisismo con que la previsora naturaleza ha dotado justamente a dicho órgano. En épocas posteriores de su vida el adulto quizás experimente una similar sensación de pánico cuando cunda el clamor de que el trono y altar están en peligro”.

“Trono y altar”: en la experiencia clínica, el pánico se presenta como temor traumático –que excede por su intensidad la capacidad de tramitación de la estructura simbólica del sujeto– e inmotivado: nada hay que lo justifique en la experiencia objetiva o en la trama fantasmática. El pánico ocurre cuando se produce esa catástrofe en el nivel del soporte fundamental que constituye el nombre-del-Padre, es decir, el soporte en la realidad de la figura del nombre-del-Padre. Cuando se produce esa catástrofe –cuando eso precipita– acontece un vaciamiento de los soportes simbólicos de la existencia.

* Extractado de una exposición realizada en la Escuela Freudiana de Buenos Aires (EFBA).

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