SOCIEDAD › DEL CULTO AL CUERPO A LA VIOLENCIA EN LAS DISCO

Patovicas eran los de antes

Hace 50 años, los primeros patovicas eran inofensivos fisicoculturistas que se entrenaban a orillas del río, en Olivos. Entre ellos, el luchador Rubén Peucelle y el entonces boxeador Dalmiro Sáenz. Hoy hablan de los custodios violentos.

Cientos de kilos, casi dos metros de altura, el puño derecho cerrado y las botas de cuero que avanzan hacia el rostro de un joven. No hubo pelea, pero los golpes hicieron que la diversión, en el boliche, se transformara en sangre y desesperación. Como si creyeran que son custodios de la noche, los patovicas, aquellos policías de boliche en busca de un orden imposible, provocaron que en las últimas semanas una decena de chicos que había ido a bailar terminase en el hospital con cabezas rotas, narices fracturadas, ojos hinchados y hasta con un coma de 10 días que casi termina en punto y aparte para uno de ellos. Pero estos “terminators” de pocas palabras y mucha acción se apropiaron de un nombre que no les pertenece: hace 50 años los patovicas eran admirados durante el día y no iban a boliches. Uno de ellos fue luchador de “Titanes en el ring” y se convirtió en ídolo de dos generaciones; otro fue boxeador y es uno de los más reconocidos escritores argentinos. Los dos integraron un grupo de atletas a los que se llamó patovicas: Rubén “El Ancho” Peucelle y Dalmiro Sáenz recuerdan fragmentos de aquella historia y analizan a quienes destrozaron el encanto que alguna vez tuvo ese apodo.
Sin música de fondo, sin un ring rodeado de chicos, se presenta uno de los titanes más famosos: “Yo soy Rubén Peucelle”, dice mientras toma mate en una mesa de madera, afuera de su colorida casilla en Olivos, donde aún se entrena con las pesas y poleas que utilizó en su juventud. Enfrente está el Círculo Naval y más allá, el río. “Acá nació el fisicoculturismo –cuenta Peucelle–. A principios del ‘50 vine acá con un grupo de atletas: había remeros, acróbatas, boxeadores y luchadores, éramos como veinte”, dice quien primero fue “Hércules”, en el programa “Lucha libre”, en 1962, y luego “El Ancho”, en “Titanes en el ring”, un año después.
–¿Por que se los empezó a llamar patovicas? –le preguntó Página/12.
–En el ‘50 había en Campana un criadero de patos y pavos que se llamaba “Patos Vicca”, por el apellido de su dueño. Los alimentaban con leche para que su carne no fuera tan dura; eran enormes, parecía que tenían músculos. Como nosotros éramos fisicoculturistas, la gente empezó a decir que tomábamos leche para desarrollarnos: así nos empezaron a llamar patovicas.
El Ancho por esa época tenía 20 años. Ahora, en su casa ribereña de Olivos, deja el mate sobre la mesa, levanta su enorme brazo derecho y señala hacia adelante: “Ahí enfrente estaba la playa El Ancla y, cuando nosotros nos instalamos, se empezó a llamar la playa de los patovicas”.
Lejos de allí, en su casona frente a la Plaza del Congreso, Dalmiro Sáenz recuerda a los patovicas desde un escritorio lleno de libros: “Llegué ahí porque tenía una novia que vivía en Olivos. Para mí era una geografía seximental”, bromea. “Todos nos entrenábamos con un pretexto deportivo; yo boxeaba y cada uno explotaba los músculos que necesitaba; la gente nos veía entrenando y nos decía patovicas”. Sin embargo al escritor le cuesta asumir que alguna vez fue patovica: “Había cierto pudor de entrenarse para simplemente inflar un músculo; pero fue El Ancho y su grupo quienes primero se animaron a aceptar que lo hacían por coquetería física. Ellos tuvieron el valor moral de reconocerlo; fue como un destape porque si bien en todo deporte hay un poco de coquetería, uno siempre tiene el pretexto de la destreza para resguardarse; acá la única destreza era la insistencia”.
–¿Qué recuerda de aquella época?
–Recién se empezaba a usar la palabra patovica. El Ancho era todo un símbolo; yo era más amigo de los boxeadores y Peucelle no me daba mucha bola porque era una institución. Algo parecido me pasó después cuando escribí con Borges, que nunca me dio bola aunque yo siempre me acercaba a él. Con El Ancho pasaba un poco lo mismo, quería hacerme su amiguito pero no tenía éxito, era como estar en otra categoría.
Cuando iba a la playa de los patovicas, Dalmiro Sáenz tenía poco más de veinte años y era sparring de Archie Moore, un boxeador estadounidensecampeón de los medio pesados que en 1951 peleó tres veces en Buenos Aires. “En el deporte, el músculo no se cotiza. En el box, por ejemplo, el músculo pesa más que las grasas; yo me cuidaba como loco para no pasar de peso”, explica. Para el escritor, los patovicas “inventaron una estética: siempre se estaba cerca del límite de lo grotesco”.
“En esos tiempos, boxeaba para no laburar”, dice Sáenz. En cambio, Peucelle trabajó en el puerto de Buenos Aires cargando bolsas, incluso cuando era un luchador famoso, hasta 1982. Estos dos patovicas que se entrenaron juntos pelearon con cientos de contrincantes: uno en el ring del box y en las calles, otro en el cuadrilátero del catch. Aunque no se vieron desde entonces, hoy tienen algo más en común: en su casa, cada uno vive con una gata y hablan de las mujeres que pasaban por su playa de Olivos.
“Donde ahora está el Círculo Naval antes estaba la UES (Unión de Estudiantes Secundarios) y se llenaba de chicas –cuenta Peucelle–. A veces lo veía pasar al general Perón y nos saludaba mientras entrenábamos. Las mujeres eran una cosa de locos, venían chicas de 17, 19 años; la gente te admiraba, pero ellas no. En esa época causábamos un poco de rechazo, creo que les daba impresión de que tuviéramos un físico tan desarrollado”. El Ancho recuerda que en esos años nunca iba a bailar: “Lo único que nos importaba era la gimnasia, las pesas, hablar del físico”.
Dalmiro Sáenz, en cambio, dice que en la playa “había muy pocas minas. El lugar era cálido y cómodo pero muy sucio, sólo se veía un par de familias. Te entrenabas y además te podías meter en el agua”.
El profesor de historia de la UBA Oscar Edelstein, investigador de la vida cotidiana en Vicente López, cuenta que “las playas de Olivos empezaron a ser visitadas a fines de los ‘20, pero alcanzaron su mayor popularidad en los ‘50 y en un domingo de verano podía haber medio millón de personas en la costa de la ribera norte”. El proceso de destape de los cuerpos “se da en esa época cuando coincide una estética del bronceado con el uso de las bikinis, que empezó por primera vez en un club náutico de Olivos”, dice Edelstein.
Peucelle recuerda que “el grupo de los patovicas continuó, pero con el tiempo la palabra desapareció y los fisicoculturistas ya no provocaron la admiración del comienzo”. Y aclara: “A los actuales patovicas se los llama así por el recuerdo de nuestro grupo, pero ellos no son musculosos sino que son gordos, pesados y están llenos de agua y de anabólicos”.
Por su parte, el autor de Setenta veces siete opina que ahora “los patovicas tienen que parecer grandotes para imponerse por aspecto, es una prepotencia emocional, no se trata sólo de ser malo o autoritario”.
–¿Qué diferencia hay entre estos patovicas y los de antes?
–No tengo idea de cómo es un tipo que elige un envase de fortaleza. Uno cree que los patovicas de ahora son sádicos, pero en realidad cuando le pegan a un chico no lo odian, porque no se puede odiar lo que no se conoce; ellos aman su violencia: juntan una acumulación de agravios, como nos pasa a todos, y al descargarla muestran su debilidad. Los de antes usaban la fuerza como coquetería y creo que ahora la característica es que se elige la fuerza por la fuerza en sí y eso implica poca inteligencia. La gente fuerte en general es muy buena, pero la falsa fuerza no sé qué tipo de persona produce: es muy distinto tener fuerza a fabricarla.
El Ancho entra a su casilla y, en una sala llena de ganchos en el techo, descubre una descolorida cortina: detrás, decenas de pesas y mancuernas están ordenadas como si fueran piezas de un museo que se resiste a ser reemplazado por nuevos aparatos de gimnasia. El próximo fin de semana, anuncia, hará una exhibición de catch en un club de Vicente López junto a “Gengis Khan”, “El Caballero Rojo”, “El Mercenario Joe” y “William Boo”, personajes inolvidables de “Titanes en el ring”. Abre la puerta y su gata Catita corre inquieta por los pasillos de las casillas. La gata delescritor, en cambio, permanece entre los libros y parece cansada. Dalmiro cierra su cuaderno de anotaciones, pasa delante de un reloj antiguo detenido en el tiempo y, antes de abrir la puerta, dice: “El patovica era como un mal actor, una cosa muy falsa que quería lucirse, pero todos persistían. Ahora los patovicas entrenan seis meses para ir a Punta del Este, pero se les va enseguida el músculo. De todos modos, creo que su única funcionalidad se ve en con su trabajo en los boliches”.
¿Podrá el patovica actual soñar con una pelea en la que no dañe a nadie? Su víctima, ensangrentada, sale y se desmaya en la puerta. Todavía la ambulancia no llegó y sus amigos lo llevan en taxi al hospital. Fueron tan sólo cinco minutos. Después todos continuaron bailando. El forzudo de cien kilos, inmóvil como una estatua, mira sus botas de cuero y espera que la noche, su noche, termine pronto.

Producción: Gabriel Entin.

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Rubén Peucelle todavía se entrena en su casa, frente al río.
 
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