SOCIEDAD › OPINION

Lágrimas de plomo

Por Federico Enrique Stolte *

No son todas iguales. Algunas se gestan lentamente, humedecen los ojos y corren por el párpado hasta descender con suavidad por la mejilla. Otras, furiosas, enrojecidas no salen, sirven de alimento a esa mirada de odio por el sentimiento que las provocó. Hay lágrimas de alegría, tristeza, dolor, melancolía. Hay muchos tipos de lágrimas. Pero hay unas diferentes a todas. Son las lágrimas de plomo. No se anuncian, son densas, espesas, caen rectas, una detrás de la otra, con tanta fuerza que muchas nos tocan las mejillas, siguen de largo y cuando las tocan, no se detienen, son demasiado pesadas. De estas lágrimas quiero hablar, las provocadas por una angustia existencial inconmensurable y un profundo dolor; sólo por la combinación de ambas, porque la muerte del ser amado no alcanza para las lágrimas de plomo, hace falta un poco más, dolor y más: una gran angustia, la del sin sentido, la que no se puede compartir. Esas eran las lágrimas de Agustina.
El lunes, me llamaron por teléfono a las seis de la mañana para avisarme que la habían detenido a las dos y cuarto. La audiencia con el fiscal sería a las nueve. Fui temprano a la defensoría, Agustina llegó acompañada de una mujer policía. No tenía documentos. Cara joven, alta, flaca, pelo largo, negro, brilloso; tenía un tapado de jean hasta las rodillas y botas negras de charol con taco alto. Yo sabía que no era la primera vez, tenía otras causas. Le expliqué que tenía que usar sus documentos, sobre todo para trabajar en la calle. Que cada vez que la policía le pidiese documentos, la llevarían para poder identificarla. No me miraba, no contestaba. Sólo de a ratos, la escuchaba decir en voz baja y quejosa, me quiero ir de aquí. El silencio me incomodaba, varias veces le ofrecí un té. La última me contestó un “no, mi amor” cargado de fastidio y bronca. Me sentí un idiota, me acordé de la escena de Ay Juancito, la última película de Olivera, cuando Elina Colomer le ofrece y le insiste a Juancito que se tome un té y él le responde: “Ustedes los pitucos, lo arreglan todo con un té”. Para Agustina, yo no era su defensor. Yo era uno como todos los otros, una mirada más, cargada de hipocresía, de rechazo, con toda la carga de la luz de la mañana.
Una vez escuché a un gran maestro de pintura señalar la contradicción de los pintores, buscan la luz como el aire y, sin embargo, no hay nada más cruel, insoportable, que la luz del sol del mediodía. Esa luz empezaba a entrar por la ventana, de ella quería huir Agustina, refugiarse en su cuarto de hotel, su único lugar propio en esta ciudad, donde duerme hasta entrada la tarde. Me dijo que estaba cansada de estar sentada, se paró y se apoyó sobre un costado de la pared, sólo podía verla de perfil. Otro prolongado silencio. Interrumpí para comentarle que la reforma del Código de Convivencia sancionaría con penas más graves la oferta de sexo en la calle, que tendría que tener cuidado. No me contestó. Ya no sabía de qué hablar; el tiempo se estiraba, mientras esperábamos la audiencia con el fiscal. De repente las vi: una detrás de la otra, caían a plomo, sin parar hasta que la sucesión se hizo como un cargado hilo de plata. Las lágrimas de Agustina pudieron con ella. Se sentó frente de mí, me pidió un pañuelo para secarse la cara, tenía los ojos y la nariz muy irritados, como una gran congestión. Se secó, tomó unos sorbos de té y habló. Yo no soy esa persona, no soy la persona que figura en los expedientes; miento. Miento porque no puedo decir la edad que tengo, yo tengo quince años. Por eso es que no puedo mostrarle mis documentos a la policía.
Agustina tenía cinco hermanas mayores que ella. Vivían todas juntas en un pueblo pequeño de Salta. Nunca supo nada de su padre. Su madre y sus hermanas, salvo una de ellas, Mercedes, la rechazaron cuando empezó a trabajar en la calle. Estuvo un tiempo viviendo con una señora mayor, hasta que, sin saber bien por qué se vino para Buenos Aires, a continuar con su pena. Faulkner ha dicho una de las frases más profundas sobre el dolor y el sufrimiento existencial, “entre la pena y la nada, elijo la pena” porque la nada es insoportable. Eso es nuestra mirada para Agustina, la nada. Eso es Buenos Aires, la mañana, el día, para Agustina: la nada. Su cuarto de hotel, la noche, sus ropas, sus clientes, esa es la pena. Agustina no pudo elegir, no tuvo tiempo, sólo conoce la pena.
Tuve una conversación con el fiscal, en realidad conversamos a menudo sobre cuestiones vinculadas al trabajo y a los problemas de la calle. Es de esos magistrados comprometidos con su trabajo y la ética, que da gusto enfrentarse por la dimensión que le dan al valor justicia. Católico, pero católico de verdad, en el sentido cabal, casi antiguo del término, de dar testimonio diario. Agustina ya se había ido. Estoy convencido, me dijo, si Jesús viniese a Buenos Aires, se haría lavar los pies por un travesti.
Yo creo que elegiría a Agustina.

* Abogado, defensor oficial, psicólogo social.

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