SOCIEDAD › ARMAS EN CASAS DE MIEMBROS DE FUERZAS DE SEGURIDAD

Poder al alcance de la mano

Los episodios de hijos que le sacan el arma a su padre son de una frecuencia alarmante. Los miembros de fuerzas de seguridad tienden a enseñar a sus chicos a manejar armas. Algunos casos.

 Por Raúl Kollmann

Prácticamente todos los integrantes de las fuerzas de seguridad han vivido un episodio en el que sus hijos les sustraen el arma, se la muestran a un amigo o a varios que los visitan en la casa y, en muchos casos, la llevan a la escuela. Sólo en la provincia de Buenos Aires ocurren unos cien accidentes por año, en los que un chico o joven, hijo de policía, prefecto, gendarme o militar se dispara a sí mismo o a uno de sus amigos. Paralelamente están los hechos más graves, unos 30 por año, en que usan el arma sustraída para amenazar a otros compañeros, a algún docente e incluso –dos o tres casos al año– para suicidarse. Como parece haber sucedido en Carmen de Patagones, los padres integrantes de fuerzas de seguridad tienden a enseñarle a sus hijos el manejo de las armas –“para que les pierdan el miedo”, según suelen explicar–, pero después el chico o adolescente identifica el arma con sentirse más poderoso que los demás y recibe el mensaje familiar de que tener uniforme o pistola es “ser de otra clase”. Ello pone en marcha el mecanismo que produce accidentes, heridos, muertes y suicidios, porque la clave está en que se junta una visión de las cosas, un cuadro psicológico, con el fácil acceso al arma.
El ex titular de la división científica de la Policía Federal, Raúl Torre, hoy profesor universitario, tiene un registro de muchos de los casos en que hijos de integrantes de las fuerzas de seguridad quedan involucrados en hechos graves, obviamente no de la magnitud del de Carmen de Patagones. “Intervine en dos casos ocurridos en San Isidro, con una diferencia de pocas semanas –sostiene Torre, hoy criminalista, investigador y perito–. En el primero, un chico le robó al padre el arma, se la mostró a un compañero y se le disparó. En el otro ocurrió lo inverso: el chico se robó el arma, se la dio al compañero para que la viera, a éste se le disparó e hirió al hijo del policía. Todo derivó en heridas, pero en el segundo caso el cirujano le salvó la vida al chico. Suele ocurrir en los casos de hijos de hombres de las fuerzas de seguridad, pero también en gente que siempre soñó con ser policía o militar y se trata de hombres que suelen andar vestidos de verde, con remeras del estilo camuflado y otra vestimenta por el estilo. Siempre, siempre, la conclusión es la misma: el fácil acceso al arma y, cuando no se trata de hijos de policías o militares, sino de los que soñaron con serlo, la nefasta proliferación de armas que existe.”
Para el psiquiatra Roberto Fessel, “el adolescente percibe que no es lo mismo ser hijo de policía que hijo de plomero. Por ahí tienen sueldos parecidos o inclusive el plomero gana más, pero a ese joven se le ha transmitido que tener uniforme y arma es pertenecer a otra clase social. Eso lo lleva a que portar una pistola, por ejemplo, lo autoafirma, le potencia las ideas de autoridad y fuerza que ya están instaladas en el ámbito familiar. El cóctel se completa con un cierto desequilibrio, habitual en la adolescencia, pero que en esos casos tiene además la facilidad de hacerse con una pistola”.
Desde el punto de vista reglamentario, los hombres de las fuerzas de seguridad están obligados a preservar el arma y son responsables por ella. Eso significa que se les instruye que deben guardarla sin el cargador, con el seguro puesto, el cargador guardado en otro lado y todo lejos del alcance de sus familias. Sin embargo, en los casos consultados por este diario, más allá de las precauciones, existe la idea de transmitirles a los hijos el poder que supuestamente confiere el uniforme y el arma. Por ello, lo más habitual es que le enseñen a tirar ya desde niño o niña, algo que seguramente pasó en Carmen de Patagones.
“En el caso de Carmen de Patagones la clave es psíquica –sostiene Torre–. Habrá que esperar lo que digan los psiquiatras que hablen con el chico, sus padres y compañeros y expliquen con elementos más científicos que la especulación a lo lejos el desorden mental que sufrió el adolescente. Pero es casi seguro que la otra clave fuera el acceso al arma. Ese joven posiblemente no hubiera ido a comprar un arma al mercado negro, porque su psicopatía tal vez daba para hacer lo que hizo, pero no para conseguir un arma si no la tenía a mano.”
Un jefe policial retirado le dijo ayer a este diario: “Si hoy en día se les dice a los padres que les hablen a los hijos de sexo porque les permite prevenirse, con las armas es igual. Los instruimos, para que no les tengan miedo, pero se prevengan”.
A raíz de lo ocurrido en Carmen de Patagones, el ministro del Interior, Aníbal Fernández, libraría una orden a los jefes de todas las fuerzas de seguridad para que se reafirme lo que ya existe en las normas internas: que el Estado le entrega un arma a cada efectivo y éste tiene la obligación de preservarla, empezando por evitar que sus hijos accedan a ella.

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En la casa de Junior, el arma era evidentemente un elemento al alcance de la mano de los chicos.
 
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