ESPECTáCULOS › UNA ROAD MOVIE CRIOLLA

Una abuela entre fierros y pañales

Lo que impresiona del film es la sensación de tiempo presente, de contacto físico.

 Por Luciano Monteagudo

¿Qué piensa la abuela Emilia cuando barre el patio, cuida las plantas o se ocupa de los animales? ¿Y cuando revuelve un cajón con fotos viejas, amarillentas? ¿En algún amor, quizá? Familia rodante, el tercer largometraje de Pablo Trapero después de Mundo grúa y El bonaerense, comienza con una rara nota de intimidad, con esa mujer de 80 años inmersa en sus rutinas cotidianas y en sus pensamientos, que no pueden estar dirigidos sino al pasado. Ese silencio que la rodea, esa serena soledad no durará mucho, sin embargo. Una ruidosa fiesta en familia, reunida alrededor de ese santuario criollo que es una mesa bien servida, marca rápidamente el contraste que será el leit motiv de toda la película: el espacio íntimo en relación con la esfera familiar, la superposición del mundo personal, particular, propio de cada individuo con esa compleja forma de lo público que es la vida en familia.
Presentado el tema, Trapero lo pone salvajemente en marcha, sin perder tiempo ni andar con rodeos: la abuela Emilia acaba de ser invitada como madrina de boda de la nieta de su hermana (a quien no ve hace años) y empuja –con una energía impensada– a toda la familia a acompañarla. A Misiones, nada menos. Se presentan algunas dudas, pero nadie discute demasiado el mandato. Se trata, en todo caso, de acondicionar la casa rodante con la que solían salir de vacaciones, una vieja camioneta Chevrolet Viking ’58 acostumbrada a cargar estoicamente con más pasajeros de lo aconsejado y lanzarse a las rutas argentinas hasta el fin. Abuela, hijas, yernos, nietos y hasta un flamante bisnieto forman parte de la travesía, que comienza en el gris conurbano bonaerense y tiene como meta un pueblo perdido en la tierra roja misionera.
Lo primero que impresiona del nuevo film de Trapero es la sensación de tiempo presente, de materialidad, de contacto físico incluso que transmite su puesta en escena. El montaje es tenso sin ser crispado y la cámara, generalmente en mano, siempre está muy cerca de los personajes, tan cerca como están unos de otros, hacinados en la estrecha caja de esa camioneta decidida a devorar 1500 kilómetros en un par de días. El noble ronroneo del motor es una constante, en un film cuyo diseño de sonido –como suele suceder en el mejor cine argentino reciente– está particularmente trabajado en función dramática, de una manera muy expresiva, ayudando a definir situaciones y a progresar el relato, como lo hacen también algunas canciones de León Gieco, introducidas sutilmente, sin caer en el recurso del videoclip.
La relación que establece la película con el paisaje también es muy especial, porque no hay ningún pintoresquismo en la visión de Trapero de la Mesopotamia. No hay allí miseria for export y se diría que el director ve lo que tiene delante del parabrisas de la misma manera que sus personajes: de frente, sin prejuicios. De pronto, unos gauchos aparecen fantasmalmente en la ruta o el ingreso a la ciudad histórica de Yapeyú se produce bajo la escolta imprevista de unos Granaderos, pero esos signos arquetípicos de la argentinidad parecen estar levemente desplazados de su eje, como si el director hubiera decidido tomar una cierta distancia del realismo bajo el cual está concebida su película para dejarse sorprender en cambio por esos anacronismos, por esas sombras del pasado que acechan en el interior profundo del país.
De la misma manera, no hay ninguna demagogia en el personaje de la abuela (interpretada por Graciela Chironi, la abuela del propio Trapero), que no es necesariamente simpática sino más bien seca, pragmática, y que con su carácter impregna buena parte de la película. En todo caso, se le podría cuestionar a Familia rodante una cierta tendencia a dejarse ganar esporádicamente por el costumbrismo o que alguna situación (como en la que se expone una infidelidad en el seno de la misma familia) parece estar demasiado construida desde el guión, cuando el resto de la película –como en las buenas road movies– se caracteriza precisamente por la vida propia que adquiere el relato a lo largo de su recorrido.
Es curioso como, siendo tan distinta del cine de Lucrecia Martel, Familia rodante invita también a verla en relación con La ciénaga y La niña santa. Donde en Martel hay un universo femenino, hecho de susurros, de diminutivos, de pequeñas observaciones, de una casuística doméstica, el mundo de Trapero parecería su reverso masculino, poblado de grúas, de uniformes, de gritos, de dilemas mecánicos. Las familias que describen ambos también son muy distintas pero, sin embargo, la concupiscencia, la contaminación de esferas entre lo íntimo y lo familiar, el abigarramiento con que cargan la imagen expresan un sorprendente parentesco.

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