SOCIEDAD › LA ESCUELA DE LA TRAGEDIA VOLVIO A ABRIR, AUNQUE NO SE DIO CLASE

Regreso entre fantasmas y miedos

La asistencia no era obligatoria, pero fue el 80 por ciento de los chicos. Y del año de Junior sólo faltó uno. Sus compañeros ocuparon el aula de la tragedia. Y escribieron todas sus paredes.

 Por Alejandra Dandan

A las tres y media de la tarde se escucharon risas en la escuela, anotó en su planilla personal Delia Méndez, la subsecretaria de Educación de la provincia de Buenos Aires, instalada en Carmen de Patagones después del estallido de las 13 balas en el colegio de Junior. A las nueve de la mañana, la escuela Islas Malvinas volvió a abrirse después de una semana. Padres, maestros y el 80 por ciento de los estudiantes –según cálculos del Ministerio– llenaron la escuela en silencio mientras algunos sentían que cuando entraban “les temblaban las piernas” o que volvían como a acercarse al momento de los entierros. Los compañeros de Junior quisieron volver a la misma aula y sólo uno estuvo ausente. El resto se quedó allí unas dos horas, pidieron aerosoles para pintar las paredes: algunos, con bronca, protestaron contra los docentes.
Carmen de Patagones finalmente volvió a atravesar la puerta de la escuela. Las clases empezaron más tarde de lo habitual, una medida acordada entre los docentes y el equipo de apoyo de la Dirección de Educación de la provincia. “Nos parecía oportuno que no fuera el horario habitual, el de rutina, pero además –explica Delia Méndez– queríamos que los papás pudiesen entrar a sus trabajos y volver a salir para acompañar a los chicos en el regreso.”
Y así lo hicieron. La escuela donde los chicos deambularon durante el fin de semana, a las nueve de la mañana estaba completa. La directora los recibió en el salón multiuso para proponerles el intento de un regreso a la normalidad. “La idea era dejarlos en libertad. Que cada uno hiciera lo que quisiese o pudiese: los profesores esperaron a cada uno de los cursos en el aula. Los chicos podían pasar para charlar o, si lo deseaban, retirarse.”
Entre quienes pensaron detalle a detalle cómo sería ese “día después”, la mayor incertidumbre estuvo en torno de lo que sucedería en el primer año B del Polimodal, la comisión donde hasta hace una semana había 29 chicos que habitualmente ocupaban los bancos. “Teníamos pensado reunirlos a todos en un centro de jubilados, pero ellos no quisieron: quisieron volver al aula”, le dijo Méndez a este diario. Y así lo hicieron. Entraron a la repintada aula número 30. Al principio eran 18, después fue llegando el resto. Entraron 21 de los 22 esperados. Cuando estuvieron allí les pidieron a los profesores y a los miembros del gabinete de psicopedagogos que los dejaran solos. Enseguida cerraron la puerta y las cortinas de las ventanas exteriores. Algunos salieron del aula para pedir aerosoles a los chicos de arte.
“Sandra, Fede y Eva, los queremos”, pusieron con tinta roja sobre el pizarrón. En las paredes, los tonos de las leyendas eran variados. “Si la mentira es la base de la felicidad de algunos, los que sabían lo que Junior hacía son verdaderamente felices.” Para los adultos que más tarde entraron al aula, aquello era una mezcla de bronca con un sentido de justicia “típico de la edad”. En ese gran paquete de reclamos, los adolescentes no se olvidaron de los docentes: “Los responsables –escribieron– nos quitaron tres amigos, pero ustedes van a perder muchas horas de sueño”.
A esa altura, las paredes funcionaban como un grito catárquico. Desde hacía varios días, distintas versiones sugerían que los compañeros de Junior sentían recelo por Dante, el mejor amigo del adolescente que en este momento está alojado en Bahía Blanca a la espera de una resolución de la Justicia. Ninguno de esos supuestos recelos apareció ayer sino todo lo contrario. Los chicos del 1º B abrazaron a Dante con gestos efusivos apenas llegó a la escuela. “Ese chico está sufriendo muchísimo”, le dijo a Página/12 uno de los que cuando entró a la escuela sintió que “prácticamente acá se vivió el clima de otro velatorio”.
Pablo Bovcon daba clases en uno de los cinco secundarios de Patagones cuando los de Islas Malvinas comenzaban a caminar hacia la escuela. Como lo hicieron muchos otros docentes a partir de una convocatoria pública, Pablo se fue con sus alumnos hasta la escuela donde a la noche, además, daclases de historia. “Fue impactante –dice ante la consulta de este diario– ver a los pibes que habitualmente gritan, hacen ruido y corren, sumergidos en un dolor que te traspasaba el corazón y las vísceras.” Y sigue: “A ver si me entendés; acá explotó una bomba atómica en un lugar no nuclear y sin guerra, y después de una bomba quiero saber cómo están los chicos de Irak, y si pueden tener ganas de venir a la escuela”.
En las escalinatas, fuera del edificio, hubo quien se quedó sin entrar y en actitud de protesta. Entre ellos estuvo María, la madre de Federico Ponce, uno de los tres chicos muertos. Todos se sentaron de espaldas a la puerta principal porque no están de acuerdo con un retorno al que consideraron “demasiado rápido”. Los murales pintados en los laterales de la escuela por los adolescentes durante el fin de semana le parecieron parte del mismo gesto: “Para ellos es un modo de tapar todo, como para que pase todo rápido”, explicó una de las personas que estuvo en contacto con ellos. Los Ponce, con los padres y familiares de las otros dos alumnos muertos, se disponen a organizarse para encarar, entre otras cosas, un juicio civil contra el Estado o Prefectura, la fuerza que le entregó al padre de Junior un “revólver en custodia”, el arma 9 milímetros con la que le enseñó a tirar a su hijo y la que terminó usando Junior el día de los disparos.
A la tarde, los alumnos de Islas Malvinas hicieron una nueva marcha desde el hospital Pedro Ecay de Patagones hasta la escuela. A las tres y media en punto, dentro del colegio, el silencio se aplacó durante un rato para darle aire a aquella risa que quedó anotada como el “síntoma” del buen retorno a la escuela.

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La entrada, a las 9 de la mañana, pareció más un velorio que el ingreso a una escuela.
 
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