SOCIEDAD

Escenas de la vida conyugal en un reality show de la TV británica

El programa se llama “Los inspectores sexuales” y muestra la vida íntima de seis parejas, con pretensiones terapéuticas.

 Por Marcelo Justo

La serie se llama “Los inspectores sexuales” y muestra algunas de las variantes del Kamasutra que suelen verse en el cine, porno o no, pero con una diferencia fundamental. Las seis parejas que examinan estos inspectores de la televisión británica son reales y las escenas de dormitorio forman parte de su vida cotidiana.
En esta nueva forma de reality show, las parejas permiten que les instalen cámaras de video en toda la casa y participan con los dos presentadores de una suerte de diagnóstico y tratamiento de su vida sexual. Los casos varían. Una pareja que tiene cuatro o cinco relaciones sexuales por semana descubre que la mujer nunca ha llegado al orgasmo por medio de la penetración. En otra, el marido ha perdido todo apetito sexual desde que nació su hijo. En una tercera, el carácter quejoso y recriminatorio de la esposa parece haber arrasado con toda la libido de su cónyuge.
El objetivo manifiesto de la serie de Canal 4 que empezó a emitirse esta semana es ofrecer a las parejas en cuestión una forma de terapia sexual que, a través de un medio masivo como la televisión, tenga un impacto didáctico para millones de personas. La serie está acompañada por un encendido debate sobre los límites de la televisión, la obsesión por el rating, su dudosa eficacia terapéutica y la personalidad misma de las parejas que se prestaron al experimento.
El primer programa da una idea de los seis que componen la serie. Una pareja joven, saludable, atractiva –Jamie y Charlotte– descubre que ella ha estado simulando los más gloriosos orgasmos durante los 18 meses de la relación. El hallazgo pone en peligro la pareja misma. Los dos conductores-terapeutas los confrontan con el hecho y descubren parte de la historia subyacente. En el caso de Charlotte emerge que necesita taparse la cara cuando se masturba y que no admite testigos de su placer sexual. De chica ni siquiera su oso peluche infantil tenía permitido verla: le daba vuelta la cara para que no supiera lo que estaba haciendo. El caso de Jamie tiene mucho del estereotipo masculino: poco juego preliminar, obsesión con la penetración, aspereza de contacto y rígida exhibición de movimientos gimnásticos.
En cuanto a la cantidad de sexo que se ve en el programa y su utilidad terapéutica, la cuestión es discutible. Las escenas que se ven son suficientemente explícitas y tienen el valor agregado de la cosa real. No son actores, aunque nadie puede asegurar que, como en toda relación social, no estén actuando, más si lo hacen con una cámara delante. Se los ve de espaldas en cuatro o cinco posiciones de coito, en una escena de sexo oral y varios desnudos: equivalente a una película de porno blanda. En los momentos más didácticos, los terapeutas se valen de imágenes diluidas que captan el movimiento y la actividad sexual de la pareja por medio de colores y formas: una especie de Submarino amarillo del sexo.
Los conductores-terapeutas se dedican a observar estas imágenes y dar tareas para superar los problemas que ven en las prácticas sexuales.
Los “inspectores” tienen algo de maestros y severos supervisores que revisan las imágenes del video para saber si sus alumnos cumplen con la tarea para el hogar. En algunos momentos el diálogo de los conductores ante la cámara remeda al de dos padres o educadores molestos con la injustificable falta de disciplina y aplicación que están observando. “Les prohibimos que vieran televisión antes de acostarse”, dice el presentador-terapeuta, irritado porque les había dicho que eso no favorecería su concentración. Y cuando más tarde la pareja entra en acción y Charlotte vuelve a viejos vicios, la terapeuta exclama con gesto de maestra a punto de bajarle la nota: “Otra vez se está tapando con la almohada”.
Los dos terapeutas tienen sus propias características. Tracey Cox es una periodista que ha escrito un par de libros sobre sexo que, a su juicio, la gradúan de terapeuta. Michael Alvear tiene una columna de problemas del corazón y declara desde el principio que es gay. Entre las tareas que les imponen a Jamie y Charlotte se encuentran concretos ejercicios sexuales. A ella le recomiendan que active un misterioso punto G masculino que, para los interesados, se encuentra en la parte posterior del muslo. A él le hacen poner una crema de “Body Shop” para que sus manos de constructor olviden ladrillos y cemento y adquieran la destreza que exige un cuerpo femenino.
El programa tiene un aparente final feliz. Gracias a ejercicios y diálogos, Charlotte alcanza el elusivo orgasmo por penetración, y la pareja hace un resumen de lo mucho que aprendieron a conocerse.
En la Asociación Británica de Terapeutas Sexuales la serie despertó todo tipo de críticas. Según uno de sus terapeutas, Phillip Hodson, los “Inspectores sexuales” son parte de una cultura exhibicionista, sexualmente voraz y perpetuamente insatisfecha. “Se está proyectando una nueva serie de mandamientos sexuales que producirán sensaciones de insuficiencia, inferioridad e inadecuación en los televidentes. Las consecuencias de esto pueden ser muy negativas”, dijo Hodson.

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Las parejas permiten que se instalen cámaras de video en su casa.
 
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