SOCIEDAD › COMO INTENTA SOBREVIVIR UN PUEBLO CORRENTINO RODEADO POR AGUAS PARAGUAYAS

La isla perdida

Apipé está enfrente de Yacyretá, pero la electricidad no le llega. Su gente vive de la caza y la pesca. Para cruzar el río, siempre hubo que pagar 4,5 pesos. Hace años eran 3000 habitantes, pero ya sólo quedan 2000: los jóvenes se van en busca de mejores oportunidades. Ahora, por primera vez un programa oficial busca crear mejores condiciones. Y ya hubo algunos logros.

Por Carlos Rodríguez
Desde la isla Apipé

Ramón Castillo tiene 55 años y una historia asociada al Litoral, con sus debes y haberes. “Nosotros nacimos en Puerto Rico, Misiones, pero desde hace mucho estamos en Apipé. La isla es un paraíso, solo que hay mucha pobreza.” Ramón y su compañera, Virginia Mendoza, de 46, describen la situación en palabras corrientes: “Es como la isla perdida”. Tan perdida que ni siquiera quedó asociada a la represa binacional que está casi pegada a sus márgenes y que en los papeles se llama Yacyretá-Apipé, aunque se la conoce sólo por su primer nombre, debido a una isla paraguaya que quedó bajo las aguas del Paraná cuando se construyó la represa, una obra monstruosa definida como “el monumento a la corrupción” porque acumula causas judiciales de uno y otro lado de la frontera argentino-paraguaya. A diez kilómetros lineales de la localidad correntina de Ituzaingó, cruzando un brazo del gran río, la isla Apipé y sus dos mil habitantes aguardan con expectativa los resultados del programa nacional Mi Pueblo (ver aparte), que desde los enunciados promete sacar del pozo a comunidades perdidas y “aisladas del crecimiento y el desarrollo”.
Para explicar el olvido, basta decir que los isleños tienen en sus casas una luz deficitaria que proviene de un grupo electrógeno alimentado a gasoil, cuando la represa genera 11.000 GW hora por año y la energía eléctrica cubre el 16 por ciento de la demanda de todo el país. “Todos toman naranjada y el pobre naranjo nada”, ironiza Ramón, bajo una pobre luz, en su humilde rancho “de prestado”, donde viven desde hace 19 años. En Apipé los habitantes se distribuyen en dos grupos etarios: los chicos de hasta 18 años, hasta después de terminar el secundario, y los de 40 para arriba. Los de 20 a 35 se van a buscar fortuna en Corrientes capital o mucho más lejos.
“Nosotros vivimos en Buenos Aires, pero nos robaron y ella (por Virginia, su compañera) empezó a tener miedo de andar por la calle. Acá no hay robos, no hay violencia”, asegura Ramón. Lo certifican sus amigos Norma y Miguel Cristaldo, que viven en Ituzaingó, donde las crónicas policiales son algo más movidas. El prefecto mayor Oscar Alberto Guzmán, responsable de la Prefectura en la Zona Alto Paraná, y Marcos Miguel Cardozo, subprefecto de Ituzaingó, confirman que la isla parece inmune al delito. “No hay hechos de sangre, no hay delitos contra la moral, apenas algunos hurtos sin mayor relevancia. En los últimos años hubo un solo robo de barco y fue recuperado a los 40 días en Ita Ibaté”, dice el prefecto mayor Guzmán. El contrabando, el narcotráfico, que son una constante en zonas de frontera, tienen su epicentro en el área del embalse de Yacyretá. No rozan la isla.
La llegada de Página/12 coincidió con los festejos del patrono, San Antonio de Padua. La festividad se celebra con vino, cerveza y baile hasta el amanecer. Entre chamamé y chamamé, se producen algunas discusiones y hasta peleas. “Cuando mucho se pegan planazos (golpe con el cuchillo sin utilizar el filo), sin heridos que lamentar”, reporta un policía que cuando informa dice “señor” media docena de veces, mientras se cuadra. De tan amable, se inclina para saludar como si fuera japonés. Alicia Toledo, una joven nacida en estos pagos y que ahora vive en el barrio porteño de Villa Crespo, siente nostalgias: “Me fui a los 15 años, hace ocho que vivo en la Capital Federal. Vine para las fiestas patronales. Era muy lindo vivir acá, la educación era buena, pero las cosas se fueron cayendo. Hoy tenemos profesores recibidos y no les dan trabajo. Eso es lo que falta, trabajo”. “Y salud”, refuerza la misma Alicia, como recordando las asignaturas pendientes. “Teníamos un médico (en el único hospital del pueblo), pero lo sacaron porque no cumplía con su tarea. Ahora vino una médica, Julieta Fierro, y su esposo, también doctor, pero no tienen dónde vivir y están asentados en Ituzaingó”, sigue Alicia, en primera persona, certificando su pertenencia a la isla, aunque ahora viva lejos. Para cruzar el brazo del Paraná que separa al continente de la isla (unos diez kilómetros lineales) es necesario tener una embarcación y las que hay en Apipé no sirven para trasladar enfermos. “Hay un solo enfermero, de lunes a viernes. Los sábados y domingos está prohibido enfermarse”, remata Raúl Benítez.
En el retorno a la democracia, el 10 de diciembre de 1983, Pedro Toledo (73) asumió como intendente de San Antonio, como se llama la población cabecera de la isla Apipé. Habla sin interrumpir el almuerzo en familia, pero invita con una pierna de cordero que es obligatorio comer “con la mano, a diente limpio”. Cuando asumió fue presidente del Concejo Deliberante. Como todo es lento para la isla, en 1983 seguía sin aplicarse la ley que le había dado el grado de municipio, allá por 1972.
“En el ‘83 teníamos tres mil habitantes, pero hoy no llegan a dos mil. La gente se ha ido porque no hay alicientes. Si hasta tenemos problemas para pescar en los alrededores de la isla, porque las aguas que nos rodean son de jurisdicción paraguaya y la Prefectura del país hermano echa a los pescadores argentinos”, asegura Toledo. El problema limítrofe es complejo (ver aparte) y genera controversia. “Es como las Malvinas, no se nos reconoce la soberanía”, exagera el ex intendente. El prefecto Cardozo minimiza el problema, pero admite inconvenientes derivados de la construcción de la represa: “El pescado se amontona en el paredón de la obra (en aguas jurisdiccionales paraguayas) y hay limitaciones para la pesca, no tanto para la pesca deportiva, pero sí para la comercial”. Cardozo cuenta que del lado paraguayo se promocionan viajes de placer, en cruceros para turistas –en su mayoría brasileños–, garantizando la captura de peces “en un 90 por ciento”. Del lado argentino “sólo puede garantizarse en un 50 por ciento”. Los pobladores de la isla viven de la caza y de la pesca. La otra actividad es la agricultura. En la isla, a pesar de la arena que puebla sus calles, crece todo lo que se siembra. Los árboles de mango son gigantescos y silvestres. Abundan la palta, las mandarinas y las naranjas. Y una especie autóctona: la mandarina-limón. El fruto tiene forma y color de mandarina, pero el jugo es agrio como el limón. Por eso se usa más como condimento que para comerlo gajo a gajo.
Como ocurre en el Caribe, los helechos abundan y los potus, multicolores, superan los dos metros de altura. También abunda la mandioca, uno de los alimentos más preciados. “La tierra es fértil y es buena para la cría de ganado vacuno, ovino y porcino. También hay criaderos de gallinas y eso les permite a los pobladores tener alimento para subsistir”, afirma el ex intendente Toledo. En muchas casas, la comida es escasa y poco nutritiva. El reviro es un revuelto de agua, harina y chicharrón. Algunos le agregan panceta o huevos, si hay. A los habitantes más viejos, que nunca trabajaron en relación de dependencia y carecen de jubilación, el cuerpo no les da para ir de cacería.
“Lo bueno, para poder crecer, sería que pudiéramos abastecer de frutas al continente, pero para eso necesitamos barcos propios para el traslado y poder abaratar los costos”, sostiene Toledo. Hasta ahora el servicio de lanchas estaba a cargo, en forma exclusiva, de una empresa privada cuyo dueño es el intendente de Ituzaingó, Octavio Valdez. El viaje cuesta 4,50 pesos, una suma lejana para los bolsillos de muchos pobladores. Ahora, como resultado del programa nacional, se puso en funcionamiento un servicio especial, el de la lancha “Mi Pueblo”, que transporta hasta 20 pasajeros por viaje. Es gratuito. Y la idea es que lo siga siendo para quienes no puedan pagar. El traslado es más fácil para los que viven en San Antonio, pero se complica si son de los parajes más alejados, como Puerto Aguirre, Colonia Uriburu o Monte Grande.
Carlos Oviedo es el director de la escuela primaria (inicial, EGB 1 y EGB 2) de Apipé, a la que concurren 257 chicos, que cuenta con 12 maestros, muchos de los cuales viven en Ituzaingó. Jorge Luis Fernández es el rector de la secundaria Doctor Adolfo Contte, a la que asisten 100 alumnos. “Desde hace un año recibimos una mejor asistencia, con material didáctico, elementos de computación y una mejor atención en general, pero venimos de muchos años de olvido, de desinterés. Hoy se están portando mejor, a nivel provincial y a nivel nacional”, reconocen los docentes. Las condiciones para concurrir a clases, sobre todo los que viven lejos, son a veces penosas: “Acá llueve mucho, con mayor intensidad desde que está la represa. Los tiempos más duros son el pasaje del otoño al invierno y el de la primavera al verano. Una de las características de la isla es que en Navidad, siempre llueve”, comenta Oviedo, mientras dos de sus alumnos, Paulo y Daniel, juegan en su ámbito natural: una canoa y el río.
Otro de los que se queja es el comisario retirado Miguel Angel Sandoval, que ahora despotrica con los gobiernos “de derecha”, liberal y autonomista, para los que sirvió toda su vida. “Son conservadores, de derecha y han robado mucho. Es hora de encarar un trabajo serio y que dé sus frutos”, propicia Sandoval, que igual sigue vestido con un viejo buzo policial y pantalón azules. “Lo que dicen en Ituzaingó de los que vivimos en la isla es que somos ‘lo más parecido al ser humano’. Eso es lo que opinaron siempre los gobiernos y la isla se quedó estancada.” La frase de Sandoval es repetida por jóvenes de 19 años y por viejos de 80.
En la isla también es notoria la vigencia del patriarcado. Norma Cristaldo parece otra persona cuando habla lejos de la presencia del marido. La mujer callada y distante, se anima a contar detalles de “una vida muy dura, donde las mujeres llevamos el mayor peso, y los hombres miran para otro lado”. Hace bromas con doble sentido cuando posa para el fotógrafo, con su hija Gabriela, de 11 años, y su amiga Virginia: “No quiero una foto para la revista Gente, mejor para Play Boy. Somos las Conejitas de la isla”. La risa le llena los ojos de lágrimas. Gabriela es la más recatada, aunque su madre revela, con orgullo, que la niña es una de las mejores bailarinas de Isunusito, diminutivo de Isunú, una de las comparsas más prestigiosas en los carnavales del noreste correntino.
Cecilio Palacios (69) y su amigo Manuel Martínez (65) son dos exponentes de la desvalida tercera edad de Apipé, igual que Juanita Maidana (80) y Juana Ríos (83). Los dos hombres son hinchas de Boca en un mal momento, y Martínez, desde hace 15 años, arrastra una pierna por una quebradura de la que se atendió cuatro meses después de ocurrida, porque “el doctor vive lejos”. Juana Ríos, en cambio, es una agradecida de los avances de la ciencia. Las cataratas le habían nublado la visión de los dos ojos, pero ahora recuperó el izquierdo, gracias a una operación que le hicieron en Posadas.
Pedro Tele Maidana (48) es un gaucho correntino, de sombrero alado, que vive solo y al que le cuesta pasar del monosílabo. “Sería bueno que viniera el Presidente, nunca vino uno”, se anima a decir, luego de varios “sí” y unos pocos “no”. Tantos años de soledad lo han “metido para adentro”, reconoce. Juan Benítez, Pablo Franco, Miguel Cáceres y Ramón Benítez, llegaron a los 19 y saben que tienen que irse de la isla si quieren seguir una carrera universitaria o “nomás jugar al fútbol en un club ‘de primera’”. Todos los habitantes de este pedazo de tierra creen lo mismo, que es “un buen lugar para vivir”. Y esperan que ahora, finalmente, haya sonado la hora de la resurrección para “la isla perdida”.

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