SOCIEDAD

Alejandro, el hombre que pudo ganarle al desamparo

Fue chico de la calle, abandonado en un hospital con un cuadro severo. Sufrió un trasplante de hígado, vivió cinco años en el Gutiérrez y terminó en un instituto. De ese mundo lo rescató un médico. Ahora, ambos subirán al Lanín. Y reclama que le paguen por su trabajo.

 Por Horacio Cecchi

La escena no es surrealista sino hiper: un chico de la calle, que ya no es de la calle y mucho menos un chico, sentado en un departamento prestado de una coqueta torre en Caballito. El chico de la calle que ya no es chico ni de la calle se llama Alejandro Irala, fue operado hace años –tuvo un trasplante de hígado– y parece ser el paciente de mayor antigüedad con sobrevivencia en este tipo de cirugías de un hospital público, el Argerich. Frente a él está sentado Fernando Murias, que es médico, pero que nada tiene que ver con el trasplante, porque es pediatra. Sin embargo, Murias e Irala están ligados indisolublemente desde hace un cuarto de siglo, más o menos, cuando Murias sí tenía vínculo como pediatra con Irala, para esa época internado en el Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez y a punto de ser desahuciado por la medicina pública porque no tenía ni hígado en funciones ni plata para esperar un cambi. Murias le dio mucho más que albergue. Veinticinco años más tarde, Irala y Murias, sentados frente a frente en el departamento prestado, dan la entrevista para anunciar su próximo paso hiperrealista: treparán hasta la cima del Lanín, para clavar la bandera del Incucai (por lo del trasplante) y para reclamar a la administración porteña el pago del salario de Irala como camillero de hospitales que la comuna le adeuda desde hace un año. Tiempo y monto suficientes para que cualquiera, sea o no chico y de la calle, se sienta con derecho a reclamar desde cualquier punto del país. Incluida la cima del Lanín.

Alejandro Irala nació en el ’73. Es seco, callado hasta que se lanza a hablar. Y lo hace de a poco, de adentro hacia afuera, desde el susurro casi inaudible de palabras mimetizadas entre sí hasta la irrupción casi verborrágica del cuerpo que acompaña las ideas, como si lo necesitaran para hablar. Y entonces se pone de pie, gesticula, se suelta. Dice y vuelve a enmudecer y a sentarse. El proceso es lento. Lo repitió durante la entrevista sólo un par de veces en dos horas. La última tuvo lugar cuando se le preguntó si se sentía en condiciones de trepar los 3776 metros hasta la cima del Lanín.

–¿Acaso me ves discapacitado? –saltó de su silla–. ¿Qué tengo? ¿Un pie torcido? Yo corrí 42 kilómetros, maratones, cinco copas...

Faltaban apenas unas horas para iniciar su periplo. “Nunca subí a una montaña”, dijo. “Nunca subió a una montaña, nunca tuvo vacaciones”, repitió Murias. Murias es verborrágico por naturaleza, y le ataca una urgencia pedagógica al desparramar palabras. Existe una curiosa simbiosis entre Irala y Murias, entre el ex chico de la calle y el médico. Uno habla por el otro, uno expresa y consigue por y para el otro, uno cuida y protege como a un pupilo. El otro, vive o intenta. “Me adoptó como padre”, aclaró Murias. “Se parece a mi papá verdadero, porque tiene los ojos verdes igual que mi viejo y mis hermanos”, describió Irala. “El (Murias) me cuidó como mi papá verdadero. Los demás médicos te tratan como si fueras un número, en cambio él me cuidó como que soy una persona, por eso lo quiero.”

–¿Cuántos años tiene Alejandro? –preguntó el cronista sin saber a quién de los dos dirigirse.

–¿Cuántos tenés, Ale. Treinti...?

–Treinta y cinco.

–Treinta y cinco –repitió Murias–. ¿Hace cuánto te operaron?

–Yyyy... once años –arriesgó Irala.

–Once años.

–O más, por ahí –sugirió Irala, no del todo conforme.

–¿Y en qué consistió la operación? –preguntó el cronista mirando hacia el centro de mesa.

–Del hígado. Trasplante hepático –sentenció Murias.

El periplo de Irala, el periplo pre Lanín, llevó casi 35 años, de los cuales los últimos 24 los pasó atado a un desconocido y misterioso problema hepático que le transformó el hígado en una piedra y que le puso plazo a sus días. Más plazo que el que tenía por ser uno de los diez hijos de un albañil de Budge: Simón Irala. “A los once años, el padre se separó de la madre, Idolvina, y se fue de la casa –explicó Murias–. En ese momento, Alejandro cayó enfermo, la madre lo llevó al Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez y lo dejó ahí. Si un chico de una familia pobre se enferma y se va a morir –dijo Murias por Irala, presente del otro lado de la mesa–, lo deja porque tiene que cuidar a los otros. La mamá lo llevó al hospital y lo dejó.

–Sería el ’84, ’85. Los médicos le detectaron una cirrosis, le hicieron una intervención, le sacaron una muestra del hígado, la miraron al microscopio y dijeron: “hepatitis criptogenética, no hay nada que hacer, lo único que queda es el trasplante hepático”. Y lo demás fue entrar en lista de espera.

A partir de ese momento, como Tom Hanks en La Terminal, Irala pasó internado en el Gutiérrez cinco años, sin familia que lo reclamara ni nadie que pudiera sostenerlo. Todos hablaban de su caso y él lograba que no lo olvidaran. “Adolescente y desahuciado por el hospital público, se dedicó a hacer líos –recordó Murias–. Bajaba del cuarto piso, donde estaba la unidad de Patología, al segundo, de levante en la unidad de las chicas suicidas. Armaba tanto jaleo que una vez dejó de salir con una de las chicas y ella se tiró por la ventana y se fracturó las dos piernas. La dirección del hospital lo tenía entre ojos. Le inventaron portación de cara, y dijeron que tenía un arma y con el desorden que desató con sus novias lograron expulsarlo del hospital y ponerlo bajo la esfera de un juez de menores de Lomas de Zamora. De ahí pasó a un reformatorio. Yo para esa época ni siquiera era pediatra, era residente de tercero y me parecía una barbaridad que lo abandonaran y se lo sacaran de encima. Lo mandaban a la muerte. Lo fui a buscar al juzgado, convencí a la madre, le dije al juez que tenía madre y al final pude sacarlo.”

Es de aquella época, de aquel pasaje por el Gutiérrez cuando Irala, de 11, 12 años, detectó al médico que lo atendía como si fuera alguien y se le pegó como sólo se pega a un tablón un náufrago. A los 19 o 20 años empieza otro tipo de problemas para Irala. “Problemas funcionales, el hígado ya no funcionaba nada y había que internarlo para pararle las hemorragias. Se le producía lo que se conoce como hematemesis, el hígado no funcionaba y la sangre tenía que pasar por otro lado, por venas que rodeaban el hígado pero se rompían y vomitaba sangre. Lo internamos como cinco o seis veces, lo transfundimos como cinco o seis veces la sangre total. Yo pensaba ‘este pibe tiene algo especial’, porque yo he visto morir a pibes con la mitad de los problemas que él tenía.”

Del Hospital Gandulfo, de Lomas de Zamora, donde estuvo internado, fue trasladado al Santojanni, y de allí al Argerich, especializado en trasplantes para adultos. Surgió el donante y la intervención finalmente tuvo lugar en el Argerich, comandada por Oscar Imventarza, en el ‘96. A partir de entonces, como todo trasplantado hepático, Irala pasó a depender de por vida de los medicamentos inmunosupresores, que mantienen su cuerpo compensado para evitar que rechazara las células del hígado ajeno.

–Cuatro años después de la operación, los hermanos lo echaron a la calle –recordó Murias.

–¿?

–Yo le había conseguido a Idolvina que cuidara a unas tías mías, para que tuviera un trabajo. Pero se fueron muriendo las tías. Idolvina se vio venir que la echaban. Hizo juicio. Y entonces, Ale se enojó con su madre. Lo sintió como una traición. Y entonces los hermanos se enojaron con él y le tiraron todas las cosas a la calle, incluyendo los medicamentos. Lo rescaté, lo albergué durante un tiempo. Hasta que entró como camillero en el Argerich y en una fundación dedicada a los trasplantes hepáticos.

A partir de ese momento, empezó a trabajar como camillero. “En la fundación me trataron mal –se quejó Irala–. Me hacían trabajar por el pancho y la coca. En vez de tratarme bien me trataron mal, no me dieron laburo. Me usaron como propaganda para promocionarse y sacar plata.”

–Lo rescaté de nuevo –explicó Murias–. Lo llevé a lo de mi vieja o dormía en los vestuarios del Argerich, arriba de cartones. Yo fui a avisar el riesgo que implicaba tener un trasplantado hepático viviendo en esas condiciones, y el riesgo que implicaba que se les muriera. Cuando se enteraron las autoridades le consiguieron contrato como camillero. Pero después llegó Telerman, Macri, que cambió todo, y se cayeron todos los contratos.

Desde diciembre pasado, Alejandro Irala, ex chico de la calle y trasplantado hepático, vive del pancho y la coca que consigue en el Hospital Santojanni, sin contrato y con un año adeudado. Ahora emprendió su nueva gira al sur que no conoce, más allá del sur de la pobreza. Ascenderá los casi cuatro mil metros del Lanín con Murias a su lado. Aunque no requiere destreza de alpinista, el ascenso no es sencillo. Lleva dos días, con trechos de entre 6 y 8 horas, cargando una mochila de unos 20 kilos. Inicia el 26. Cuando lleguen a la cima, cumplirán la promesa: clavar la bandera del Incucai, otras insignias que les entregaron varios amigos. E Irala reclamará hacia los valles la deuda contraída.

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Con 35 años, Alejandro Irala se propone plantar la bandera del Incucai en la cima del Lanín.
 
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