SOCIEDAD › LA HISTORIA DE UN VIUDO QUE CONVIVIó 48 AñOS CON SU PAREJA

Final para un largo reclamo

Marcelo Richard tiene 77 años y hace tres que se enfrenta a la burocracia de la Anses en reclamo de la pensión por el fallecimiento de su pareja. Se habían unido civilmente en 2004 y, pese a eso, desde 2005 sólo encontró trabas y obstáculos en ese organismo.

 Por Mariana Carbajal

Dice que siempre fue un amante “chapado a la antigua”, de esos a los que les gusta regalar ramos de flores y creen en el “matrimonio hasta que la muerte los separe”. A su amor de toda la vida lo conoció en un baile el 7 de julio de 1958 y desde ese día –una fecha que atesora en su memoria– estuvo junto a él, muy junto, hasta que la muerte los separó, tres años atrás, cuando fantaseaban con una gran fiesta para celebrar sus bodas de oro. A partir de entonces, Marcelo Richard, 77 años, contador jubilado, pelea ante la Anses para obtener la pensión que le corresponde como viudo. Es uno de los tantos viudos gay que vienen desde hace años luchando por ese derecho. Su caso es emblemático: con Juan Campos, su pareja fallecida a los 84 años, Richard convivió bajo el mismo techo 48 años, todo un record. En 2004 se unieron civilmente apenas se aprobó la ley porteña. Aun así, desde 2005 lo único que ha encontrado en el organismo público son trabas y obstáculos. La soledad, dice Richard, lo abruma, la ausencia de Juan lo deja casi sin aliento. “No estoy viviendo, estoy existiendo”, suspira, con la mirada entristecida. Ahora tiene una luz de esperanza: su reclamo, al fin puede ser escuchado.

Richard vive en un pequeño departamento, de dos ambientes, algo deteriorado por el paso del tiempo y la falta de mantenimiento, en pleno Palermo Hollywood. No fue un berretín fashion. Con su pareja se mudaron allí hace 30 años, cuando nadie pensaba que el barrio se convertiría décadas más tarde en uno de los más cotizados de la ciudad, repleto de bares y restaurantes de moda. El hogar que compartieron tantos años está cargado de adornos y recuerdos. De un cajón Richard saca varios álbumes con fotos blanco y negro, amarillentas, donde se ven tan jóvenes, en un balneario de Capilla del Monte, en una fiesta familiar, en el casamiento de una sobrina, en el cumpleaños de una amiga. Ahí están Richard y Campos, siempre juntos, envejeciendo uno al lado del otro. Es que compartieron la mayor parte de sus vidas. Al principio y por varios años, recuerda Richard, decían que eran amigos o primos o hermanos, se inventaban novias y apelaban a otros camuflajes para esconder su homosexualidad.

Richard recuerda en la adolescencia se dio cuenta de que le gustaban los varones y no las chicas. “Yo le pedía al Señor: por favor, que sea como los demás, que sea como los demás, por favor Señor, cámbieme la vida y si no quítemela”, cuenta que le pedía a Dios desde jovencito. “Siempre fui creyente porque nací en un hogar católico pero mi forma de pensar se fue liberalizando”, dice. Desde hace años va a la iglesia del Rosario, que queda en Bompland entre Costa Rica y Nicaragua, a la vuelta de su casa. Sobre la cama matrimonial, que compartió la pareja, y hoy Richard tiende solo, cuelga un grueso rosario de madera, rodeado de estampitas de santos y vírgenes. También hay otras imágenes religiosas en el living comedor y una reproducción de La Ultima Cena, adorna una de las paredes.

“En la iglesia decíamos que eran hermanos o primos. Yo era ministro de la Eucaristía, hasta que hace unos años un seminarista le dijo al párroco que estaba en aquel momento que me iba a denunciar por ser homosexual y que estaba dispuesto a llegar hasta al Papa. Ahora voy a misa como un feligrés más”, dice Richard con cierta pena.

–La Iglesia Católica siempre ha sido muy dura con los homosexuales.

–Sí, y poco con los sacerdotes pedófilos. Ahora va a empezar el juicio oral contra el de la Fundación Felices los Niños, pero dicen que va a ser sin público para que no pase vergüenza –dice Richard sobre el padre Julio César Grassi.

De jovencito, apunta, sufrió discriminación por ser homosexual. “Y también me autodiscriminé, me inculpaba, pensaba que era anormal, que era un marciano, en aquella época se decía que era una enfermedad”, dice a este diario. Y recuerda que con la ayuda de una psicoterapeuta, pudo salir del closet y decirle a su familia con todas las letras que el hombre con el que hacía ya un par de décadas vivía, no era un amigo –como decían– sino su marido, su amante, su querido. Tenía ya cerca de cuarenta y pico de años, calcula. Claro, ya todos lo sabían, se sonríe Richard.

Los años le pesan y sufre una sordera que lo obliga a usar audífono. “Cada vez estoy con una rama más de la Medicina”, suelta con humor. Es bajito, flacucho, y tiene el rostro con las arrugas propias de la edad. Sabían los dos –dice Richard – que sólo la muerte de alguno de ellos los separaría. Y para prevenir inconvenientes de herencia –y que algún familiar quisiera dejar al que sobreviviera de los dos en la calle, un problema que suelen sufrir viudos gays al estar desamparados de derechos hereditarios–, se encargaron de dejar dos testamentos: uno que dejaba todo al otro y viceversa. “El departamento lo compré yo, ganaba más que él, pero lo puse a nombre de los dos, igual el auto que teníamos y que vendí cuando Juan murió.” Cuando se aprobó la ley de unión civil de la ciudad de Buenos Aires fueron rapidito a firmar los papeles el 17 de noviembre de 2004. Richard busca el certificado en un cajón y lo muestra. Lo tiene junto al certificado de defunción de su gran amor, “el único de toda mi vida”, reafirmará él, con el corazón dolido por la ausencia. Pero a pesar de que la ley porteña otorga como derecho la pensión al viudo de una pareja unida civilmente –es uno de los pocos derechos que contempla–, a Richard se la negaron. Una y otra vez. Siempre la empleada o el empleado de turno le largó alguna excusa, enrostrándole el Código Civil que solo considera matrimonio al que conforman parejas de distintos sexo. Desde 2007, cuenta con el asesoramiento jurídico de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA), donde la abogada Verónica Gordedo le lleva el caso. “No podemos ir a la Justicia hasta que no se agote la vía administrativa, pero todavía no nos han contestado. No sé si es por ignorancia de los empleados, lo cierto es que aunque tiene derecho a la pensión, ponen siempre trabas”, señaló Gordedo. En los últimos cinco años, recibieron en la CHA más de un centenar de reclamos similares, algunos ya están en los tribunales. Uno de ellos llegó a la Corte Suprema de Justicia y la sentencia estaría próxima a firmarse.

Tres caniches son hoy su única compañía. “Son como mis hijos”, sonríe Richard. Cada vez que llega un extraño, los tres ladran al unísono hasta que el dueño de casa logra calmarlos. Por la tarde vendrá el encargado del edificio a bañarlos, como hace una vez por mes. Richard trabajó hasta que se jubiló como contador. Estudió en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA. Hoy cobra una jubilación de 1100 pesos y hace malabares para sostenerse. Campos era empleado administrativo en el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y al momento de su muerte, cobraba una jubilación de 500 pesos. “Eran dos sueldos, ahora es uno solo para pagar servicios, expensas, comida.” Richard nunca perdió las esperanzas de que el Estado finalmente le reconozca sus derechos y pueda recibir la pensión por viudez, una forma también de reconocerle todo el amor que cobijaron bajo el mismo techo por casi medio siglo.

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Marcelo Richard, con una foto de la juventud, junto a su pareja.
Imagen: Rafael Yohai
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