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Viernes, 1 de octubre de 2010

TEATRO › OPINION

Una grandeza discreta

 Por Juan Carlos Gené

Para nuestra generación –dentro de un mes cumplo 82 años–, Chéjov ha sido como uno de los dioses lares. Arrancamos en los ’40 o ’50 cuando nos llegaban los primeros perfumes de los trabajos de Stanislavski y junto con ello el gran vínculo que tuvieron ambos, a punto tal de que La gaviota fue siempre el logo del Teatro de Arte de Moscú. Todo eso estuvo unido a una mitología muy profunda en nuestro modo de ver el teatro desde que comenzamos en él. Por otra parte, Chéjov fue el gran cantor –grande al mismo tiempo que modesto y discreto– de la muerte de la pequeña burguesía, que se da a fines del siglo XIX en la Rusia de entonces; por eso en todas sus obras está siempre anunciando la venida de un mundo mejor. Todos sabemos que en 1917, pocos años después de su muerte, ocurrió la Revolución Rusa, que significó durante mucho tiempo un nuevo mito de redención para toda la humanidad y que terminó también en una enorme decepción. En ese sentido, Chéjov encarna la gran ilusión de nuestras juventudes. La primera, porque hubo otras después. Y creo que lo encarnó para el mundo entero. La grandeza de sus pequeñísimos personajes –dicho a la norteamericana todos perdedores natos– es una grandeza discreta y humilde, que ha sido siempre un acorde musical muy agrio y muy bello en la literatura dramática de Occidente.

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