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Domingo, 31 de enero de 2010

MUSICA › OPINION

Tres postales

 Por Eduardo Fabregat

Lo sabe el exultante trabajador que se va y lo sabe el apesadumbrado que vuelve: pocas cosas tan lindas como las vacaciones, ese agujero negro en el que la realidad diaria se suspende y la cabeza se va lejos. Felizmente sentado sobre la valija, uno se prepara para disfrutar su merecido descanso cuando por debajo de la puerta se asoman tres postales del estío. Cosas que quedarán rebotando en el marote aunque Buenos Aires parezca un espejismo lejano.

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El anverso de la primera postal muestra un micrófono de radio. Del otro lado se puede leer la noticia de que un tal Raúl Moneta (nunca un apellido pareció tan apropiado) cayó por las oficinas de CIE y preguntó: “¿Oiga, vea, a cuánto está esa radio? ¿Y esa otra? ¿Y cuánto por las siete? OK, las llevo, no, no las envuelva, ya son un buen paquete”. Al banquero menemista no pareció importarle la advertencia de los mexicanos de que el Comfer hace tiempo los conminó a desarmar el paquete; después de todo, esa exigencia no tuvo mucho correlato con la realidad. Menos aún contempló algo llamado Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual: todo parece indicar que hay personajes que confían en que sus lobbies voltearán una norma debatida por decenas de organizaciones expertas en radiodifusión. Vamos, que esto es Argentina, supuestamente se le sacan cuatro puntos del registro de conductor al que no respeta la prioridad del peatón y no hay Dios que consiga que los autos se detengan cuando uno cruza la senda peatonal con dos niños de la mano y el semáforo a favor. Las leyes, las leyes, a quién le importan las leyes.

Mario Pergolini se ofendió porque el pirulo de tapa de esta sección señaló que su comunicado al respecto era ambiguo, y al día siguiente quiso dejar bien aclarado que “me parece una cagada, pero son cuestiones empresariales”. No era para hacer tanto asunto. Si vamos al caso, Daniel Grinbank acusó a sus ex socios de lavar dinero, y eso no cambió las convicciones ni el legendario programa del conductor. A nadie se le ocurre que Cuál es? vaya ahora a ser vehículo de las bondades de Mendoza o los grabados de Molina Campos que tanto gustan al banquero. Está claro que a Pergolini no van a venir a decirle lo que tiene que largar al aire. Lo loco en realidad pasa por otro lado: lo loco es que se afirme que está todo bien, que el paquete lo compran Simoneta & Garfunkel pero “cada radio tendrá su propio directorio”. Es como blanquear: “No se hagan drama, muchachos, ya sabemos lo que dice la ley, armamos varias sociedades fantasma y un par de testaferros y asunto resuelto”.

Es cierto que la radio es la mejor amiga de la imaginación. Pero algunos se pasan de imaginativos.

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La referencia a Molina Campos hace que la atención se detenga en la postal 2, allí donde se ve a un gaucho a caballo que no lleva a la espalda una vigüela con cuerdas de tripa, sino una Fender Stratocaster. No es sólo una buena síntesis de lo que significa enero/febrero en una conocida localidad cordobesa, sino también de dos libros que acaban de ver la luz, ambos imperdibles. Había que cantar..., de Santiago Giordano y Alejandro Mareco, es un exhaustivo y apasionante recorrido que arranca con el puñado de locos que en el alba de los ’60 cortó la Ruta Nacional 38 para gritar por primera vez –en la voz de Sergio Smider y ante un micrófono con una rueda de auto como soporte– “Aquí Cosquín, capital nacional del folklore”. El laburo de los dos periodistas tiene la misma impronta épica: sólo con cierto grado de locura se puede encajar tanta data y tanto análisis en 255 páginas que ya son archivo ineludible.

El otro libro es aún más jugoso. Porque el Cosquín Rock tendrá diez años en lugar de cincuenta, pero a través de esa década José Palazzo vivió cosas que son una vida. Y, para agradable sorpresa de quienes suelen consumir ese anecdotario en el off de camarines y pasillos del rock, las cuenta. Las imprime. Producido por Víctor Pintos, Cosquín Rock es así garantía de lectura continuada, con abundante material fotográfico que pone en pie de igualdad a músicos y público pero, sobre todo, con una primera persona del productor cordobés que echa luz sobre el delicado equilibrio que juega en un festival, celebra sus logros pero también revela sus errores (la anécdota de los baños químicos en la edición 2004 es tragicómica) y ventila trapos que traerán su consecuencia: habrá que ver qué opinan de algunas cosas que allí se dicen Divididos, la Bersuit, 2 Minutos, la familia de Jorge Guinzburg y más de un político cordobés.

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La postal 3 es rara: tiene un quincho grandote, muy veraniego, con varias personas charlando a la sombra. Del otro lado hay un recorte de Ambito Financiero que confirma la visita de Guns N’Roses para el 20 de marzo en la cancha de River. La nota hace un pequeño racconto de aquella legendaria visita de 1992, cuando el Sultán Gran Peluca los llamó forajidos y Saúl Bouer –intendente no elegido por la ciudad– señaló que si no fuera una práctica antidemocrática él los prohibiría. Es sabido que no se le puede pedir a nadie que se autoincrimine, pero no deja de ser curioso que el medio preferido de la city no haga un mínimo mea culpa: fue en sus páginas donde Samuel Gelblung largó a rodar el delirio de que Axl Rose había quemado una bandera argentina en un show en París, y que había declarado que tras los shows en Buenos Aires quemaría sus botas para no “contaminarse con la mierda argentina”. El productor Daniel Grinbank ofreció una recompensa de 10 mil dólares a quien encontrara una prueba de semejantes afirmaciones: obviamente, nunca debió desembolsar ese dinero. La cosa hubiera sido simpática, una opereta más de los carcamanes de siempre, si no fuera porque tuvo una gravísima última consecuencia. Arengado por la montaña de estupideces que escribió Gelblung y repitieron expertos como Silvia Fernández Barrios (en el ATC de Gerardo Sofovich), Mauro Viale, Lucho Avilés y el diario Crónica, un hombre llamado Néstor Tallarico le prohibió a su hija ir a River. Cynthia se encerró en su cuarto y se pegó un tiro en la cabeza. Tallarico la imitó minutos después.

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El cartero intenta entregar un par de postales más. Pero este que escribe prefiere irse a sacar sus propias fotos.

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