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Jueves, 16 de agosto de 2007

MUSICA › A TREINTA AÑOS DE LA MUERTE DE PRESLEY

Elvis o el mito de la celebración permanente

El Rey es objeto de múltiples homenajes. Su figura es inmune al paso del tiempo.

 Por Fernando D´addario

A los 72 años, Elvis Presley está pasando por el mejor momento de su carrera. La salud va y viene, lo que importa es la plata: su mansión de Graceland, donde vivió tantas penurias, reporta 40 millones anuales de ganancia; la empresa Elvis Presley Enterprises, ahora controlada por CKX Inc., ha diversificado a tal punto el imperio construido a partir de su imagen que el cantante ya ni necesita cantar. Hay jueguitos para la computadora que mejoran su performance escénica, pins y remeras que lo llevan de aquí para allá en todo el mundo, un ejército de clones que pagan para imitar sus monerías. Casi se diría que no hace falta que se mueva de donde está para que ratifique indefinidamente su status de Rey. Sólo hay un dato que amenaza con evaporar ese estado de gracia: dicen que Elvis está viviendo en el oeste del conurbano bonaerense, con un nombre de fantasía (John Burrows, según una investigación del argentino Jerónimo Burgués) y un semblante que se parece a una de las fotos que ilustran esta página. ¡Con las islas paradisíacas que hay en el Pacífico!

Pero más allá de sus correrías por los andenes del ferrocarril Sarmiento y de sus apariciones de incógnito en la tribuna de Ituzaingó, sigue siendo el mismo Elvis de siempre. Podrán corroborarlo aquellos que hurguen con malicia en los perfiles periodísticos de Presley escritos en 2002 (por entonces el Rey tenía 67 años), en 1997 (62 años) y en 1992 (apenas 57 años, estaba hecho un pibe). Un puñado de detalles nimios pretenden marcar la diferencia entre unos y otros. Por ejemplo, esta vez se ha legitimado en el corazón del imperio (Graceland) una práctica hasta ahora desregulada, ejercida por fanáticos, buscavidas y farabutes de todo tipo: desde hace una semana, dos docenas de imitadores de Presley en trajes de lentejuelas y camperas de los años 50 se vienen subiendo a un escenario de Menphis en la final de un torneo que dará un título honorífico, válido hasta 2012: “Máximo Artista Tributo a Elvis”.

También hay música nueva, claro. En lo que va de 2007 el sello Sony/BMG ya editó tres discos de Presley: The essential, Elvis Gospel y At the Movies; en octubre, en tanto, saldrá Elvis Viva Las Vegas. Y eso que nunca le gustó entrar en estudios de grabación. Tampoco Elvis es fanático de las giras, pero la globalización le ahorró ese problema: su cara, su pelvis, su voz (de tenor o de barítono, según los tiempos) se multiplican en todo el planeta y le dan al espectador la posibilidad de elegir a control remoto el Elvis que más le guste. Hay uno rebelde y cachondo, que escandaliza a los reverendos; hay otro que sirve con creces a la US Army en las brigadas estadounidenses que ocupan Alemania después de la Segunda Guerra Mundial. Está el Presley bizarro, salvado de apuro por la relectura kitsch, y el ídolo eternamente bueno de las señoras gordas. Hay un Elvis para la izquierda (el que sacudió la pacatería americana de los años ’50) y otro para la derecha (el que coqueteó con el ex presidente de los EE.UU. Richard Nixon, a quien se ofreció para trabajar como agente encubierto con el loable objetivo limpiar de drogas el mundo del espectáculo). Hay un Rey construido sobre la base de canciones inmortales (“Blue Suede Shoes”, “Heartbreak hotel”, “Hound dog”, “Don’t be cruel”, la lista es interminable) y un insulso intérprete de canciones navideñas.

Pero tal vez esas imágenes pretendidamente maniqueas escondan la verdadera naturaleza de Elvis, aquella que esquiva los bordes y se instala en un lugar imparcial dentro de la historia contemporánea. Como si su figura, a despecho de los vaivenes físicos, artísticos y anímicos, representara el “espíritu de (Norte) América”. Esa entelequia que atraviesa clases sociales, generaciones, diferencias geográficas y religiosas. Desde sus diversas caras, Elvis está allí para redimirlos a todos, como espejo deformante del american way of life. Emblema del éxito selectivo y chivo expiatorio de sus declinaciones culposas. La historia de Presley es, también, la energía fundante de la Nación: su madre, la amada Gladys, llevaba en su panza dos hijos mellizos; uno nació muerto y fue enterrado en una caja de zapatos; el otro se salvó y fue nombrado Rey.

El rock and roll fue la herramienta musical de un fenómeno que se venía esbozando a través del cine (James Dean) y la literatura (la generación beatnik): la invención de la juventud como sujeto de consumo. A fines de los ’50 Presley le puso el cuerpo al nuevo estado de las cosas. Para cuando John Lennon y Bob Dylan le añadieron consciencia ideológica a esa efervescencia hormonal, Elvis se había ubicado en otro lugar: ya no necesitaba ser joven y lindo; tampoco se le exigiría rebeldía alguna. A partir de una sabia interpretación política de su monje negro (el “Coronel” Parker, manager y algo así como el Yoko Ono de Presley pero, aparentemente, todavía más malo), Elvis pasó a ser el héroe de la familia americana, una unidad de valor mucho más sustentable en el tiempo que la incandescencia juvenil, siempre necesitada de nuevos souvenirs. No debe extrañar, entonces, que más allá de ciertos arrebatos revisionistas y/o nostálgicos, Chuck Berry. Jerry Lee Lewis y Li-ttle Richard, los otros héroes de los años ’50, hayan quedado fuera de la iconografía oficial. Todos ellos interpretaron las urgencias de su generación, pero no supieron o no pudieron intuir las posibilidades comerciales de la claudicación.

Elvis, en cambio, disfruta eternamente en su cajita de cristal, esa que lo conserva indemne. Durante muchos años fue el más exitoso de los desgraciados. Un monstruo infeliz y paranoico, que a nadie le convenía desactivar. Pero hoy representa la utopía consumada de millones de personas: factura cada vez más y ya no sufre.

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Presley, ayer y hoy. La leyenda continúa.
 
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