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Jueves, 7 de marzo de 2013

CINE › OZ, EL PODEROSO, DE SAM RAIMI, CON JAMES FRANCO, MILA KUNIS Y RACHEL WEISZ

Consagración de los poderes del cine

Homenaje a un film que es parte de la memoria colectiva, el de Raimi es un desprendimiento del clásico de Hollywood y una reflexión sobre las artes de la representación y el propio cine. Todo eso sin perder el entusiasmo y el deseo de diversión.

 Por Horacio Bernades

El cine, espectáculo de feria. A eso creían los propios hermanos Lumière, sin duda de modo peyorativo, que estaba fatalmente destinado el invento que habían perfeccionado. A eso puede parecerse buena parte del cine contemporáneo, por su vacuo desfile de efectos presuntamente “maravillosos”, su búsqueda de sensaciones rápidas, su apelación a lo fácil y pasajero. Pero hay otra clase de espectáculo de feria, infrecuente pero posible: aquél que, consciente de su propia condición, hace de ella no una debilidad, sino un valor. En esa instancia, el entretenimiento barato se vuelve arte de la ilusión, encantamiento, ritual compartido de risas, emociones y aventura, dándose encima el lujo (o el gusto) de pensarse a sí mismo. Eso logran pocas superproducciones. Eso había logrado Sam Raimi en las dos primeras El Hombre Araña y vuelve a lograr en Oz, el poderoso, homenaje a un film que es parte de la memoria colectiva, desprendimiento contemporáneo de él y autorreflexión sobre las artes de la representación y el propio cine. Todo eso sin perder la sonrisa, el entusiasmo, el deseo de diversión.

Que Oz, el poderoso se piensa a sí misma se hace evidente desde la mismísima secuencia de créditos. No sólo por el modo en que se pone en relación con el film que la motiva (El mago de Oz, claro), sino por las referencias al propio hecho de la representación. Raimi copia uno de los aspectos más notorios de El mago de Oz, el comienzo en blanco y negro hasta la escena del tornado, el tornado como vórtice que trastrueca la realidad en fantasía, el pasaje al color como expresión material de ese traspaso. El carácter de homenaje que el realizador quiere darle al film está presente en el gesto retro de la tipografía de títulos, que remeda la de un programa de circo de comienzos de siglo pasado. Lo cual no tiene nada de gratuito, en tanto el film entero transcurre, como su precedente, en Kansas en 1910 y comienza en un circo o feria ambulante. Pero hay a la vez en esa secuencia de títulos un juego de telones que se abren como cajas chinas, clásico modo de aludir al carácter de representación del cine. Telones o cajas chinas de tela, que hallarán su simetría a todo color en los créditos de cierre.

Como se sabe, Oz, el poderoso es una precuela que narra, a partir de los propios escritos de L. Frank Baum, la vida anterior del mago y su conversión en Mago de Oz. Oscar Diggs (James Franco, elección acertadísima, por tratarse de una perfecta encarnación de la falsedad) es el clásico ilusionista de feria del siglo pasado, en tiempos en que la ingenuidad todavía era posible. Era posible, por lo tanto, aprovecharse de ella. Eso hace Diggs, dentro y fuera de escena. En escena, con los típicos trucos de un mago de tablas: cables, falsas levitaciones, voluntarios cómplices. Fuera de ella, con los típicos trucos del predador sexual: regalitos baratos que se hacen pasar por caros, labia, halagos. Nada grave. Diggs es un chanta simpático, que ni siquiera puede hacerse rico con sus engaños: es un rasca, que gana moneditas. Pero tiene, eso sí, ambiciones de grandeza. Con gran lucidez, Raimi sostiene, en entrevistas, que esa ambición hace de él un auténtico héroe americano.

Las ambiciones de Oscar se concretarán cuando no se lo proponga: arrastrado por el tornado y aterrizado en Oz –donde todo es una suerte de technicolor al cubo, las montañas nevadas conviven con la selva y hay monos alados, caballos tornasolados, muñecas de porcelana vivientes y flores del tamaño de una persona–, será tomado como el Mago que cierta profecía había anunciado y coronado rey. Pero recién allí empiezan sus problemas, llenos de inversiones, desplazamientos y conversiones. Como en un sueño. Como un sistema de máscaras y apariencias, si se prefiere. En la Ciudad Oscura no vive la bruja mala, sino la Reina destronada; la Reina resultará ser la bruja mala y la bruja buena terminará siendo, por pura envidia y despecho, la más mala de todas. Aquella color verde de El mago de Oz, sin ir más lejos.

Aunque alguna referencia a la redención de Diggs no falta, es sumamente interesante que, para poder defender a la buena gente de Oz (hay en la historia toda una línea populista que, llevando la interpretación al delirio, permitiría ver en el Mago una suerte de Obama-en-Oz), el farsante no renegará de sus trucos, sino que, al contrario, los extremará. En otras palabras, los volverá cine, gracias a la conversión de un zootropo (uno de los precedentes primitivos del cine) en proyector de imágenes. Sin perder un solo grado de dinamismo durante sus dos horas diez, manteniendo vivo el entusiasmo y en tono absolutamente menor (algo que Raimi había logrado ya en las dos primeras El Hombre Araña, extrañas superproducciones clase-B), Oz, el poderoso resulta así no un pesado y académico “homenaje” al cine –como la autoimportante y recontrasobrevalorada La invención de Hugo, de Martin Ex Corsese–, sino una consagración en los hechos de los poderes del cine. Por sí misma y también por su puesta en abismo, planteada como simple juego infantil.

8-OZ, EL PODEROSO

Oz the Great and Powerful, EE.UU., 2013

Dirección: Sam Raimi.

Guión: Mitchell Kapner y David Lindsay-Abaire, sobre novelas de L. Frank Baum.

Fotografía: Peter Deming.

Música: Danny Elfman.

Intérpretes: James Franco, Mila Kunis, Rachel Weisz, Michelle Williams.

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En Oz, todo es una suerte de technicolor al cubo, con caballos tornasolados y muñecas de porcelana vivientes.
 
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