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Martes, 22 de septiembre de 2009

PLASTICA › SERGIO DE CASTRO Y SU EXPOSICIóN EN URUGUAY

Un alumno argentino de Torres García

La muestra en el Museo Gurvich de Montevideo funciona como un motivo suficiente para hablar de la obra del discípulo argentino de Joaquín Torres García, que hoy tiene 87 años y vive en París. Genealogías constructivas.

 Por Cristina Rossi *

Sergio de Castro es uno de los pocos artistas argentinos que tuvo una experiencia de aprendizaje directa con Joaquín Torres García (como Héctor Ragni y Antonio Pezzino). Nacido en Buenos Aires –aunque hijo de españoles– estudió y trabajó en diferentes lugares del mundo. Hoy vive en París con sus 87 años, luego de haber logrado reconocimientos internacionales –entre los cuales ya en 1959 participó en la Documenta II de Kassel– y haber realizado obras monumentales en varios países.

Hacia el comienzo de la Segunda Guerra Mundial Sergio de Castro estaba cursando en la Facultad de Arquitectura; sin embargo, abandonó esa carrera para continuar estudiando música y, en 1941, conoció a Torres García. Desde ese momento no sólo pintó dentro de la línea constructiva sino que, mientras vivía en Buenos Aires, fue uno de los contactos del Taller Torres García con el medio artístico porteño. De hecho, cuando en 1942 el maestro uruguayo realizó una exposición individual en la Galería Müller de Florida al 900, Sergio asistió diariamente para enviarle los comentarios sobre los visitantes. En sus cartas le contaba entusiasmado: “Ayer estuvieron muchos pintores, Castagnino, Del Prete, etc. y escultores Sibellino, etc., también estaba Payró a quien le di la noticia de la venta de cuadros y se alegró mucho”.

Entre sus enseñanzas Torres García proponía un arte anónimo, colectivo y monumental, sin embargo, sus pedidos de muros para pintar no despertaban el interés privado ni oficial. Cuando en 1944 se estaba terminando de construir el Pabellón Martirené del Hospital de Colonia Saint Bois, en las afueras de Montevideo, el médico Pablo Purriel y los arquitectos Carlos Surraco y Sara Morialdo, le propusieron que pintara murales en las diferentes salas y comedores. La organización fue rápida: el maestro solicitó la preparación de bocetos a algunos alumnos del Taller. Sólo les pidió que ajustaran la composición a la sección áurea, que dieran a la pintura un tratamiento abstracto y frontal, que emplearan colores primarios y que los temas se vincularan con la época y el país en el que vivían. Cada uno asumió la tarea individualmente y Torres supervisó la unidad del programa en su totalidad.

Sergio de Castro participó en esa inolvidable experiencia con dos proyectos que tituló “El mar” y “La casa”. En ambos priorizó la línea en función de la geometría y organizó la composición a través del color puro, es decir, sin mezcla. Sin duda estas pinturas remiten al tema a través de algunas formas esquemáticas intercaladas dentro de la estructura –previa y sólidamente construida–, no obstante, aspiran a captar lo universal a través de los elementos plásticos puros y de las formas alejadas de la imitación.

Los trabajos de Saint Bois habían comenzado el 29 de mayo y los treinta y cinco murales pintados pudieron inaugurarse el 29 de julio de 1944. El maestro Torres había pintado siete paredes con su infaltable pez, el tranvía y la locomotora de la ciudad moderna e, incluso, El Sol y la Pachamama de la simbología indoamericana. En la década del setenta, estas siete obras fueron levantadas de las paredes del Hospital y, una vez restauradas y convertidas en obras transportables, se embarcaron para participar en una exposición realizada en Río de Janeiro. Desafortunadamente, se perdieron en un incendio ocurrido en 1978 cuando ya estaban preparadas para su regreso. Hoy, “El Pez” luce en la planta baja del Museo Torres García, pintado por el hijo mayor y la nuera del maestro.

Aunque fue la única gran obra mural que pudo llevar adelante con sus alumnos, Torres García consideraba que esos murales de Saint Bois representaban la mayor realización de su anhelado proyecto de creación de un arte constructivo universal. Muchos de sus discípulos de ese momento eran muy jóvenes y aun debían madurar las enseñanzas y experimentar. Posiblemente por esta razón debieron pasar algunos años para que fueran concretando sus propias iniciativas.

Con Horacio Torres (hijo menor del maestro) y José Gurvich, Sergio compartía la pasión por la música y, después de pintar los murales, se había instalado en Córdoba para estudiar composición musical. En Alta Gracia, Castro fue discípulo y asistente de Manuel de Falla, hasta la muerte del compositor español. En diciembre de 1945 Julio Alpuy y Gonzalo Fonseca emprendieron un viaje exploratorio de las culturas indoamericanas, pero antes se detuvieron en Córdoba para reunirse con Sergio. Al comenzar 1946 los tres amigos comenzaron un periplo de reconocimiento por distintas zonas de Bolivia y Perú. Visitaron La Paz, Tiwanaku, la Puerta del Sol, Cuzco y Machu Picchu, en el marco de una experiencia que les permitió comprender mejor las lecciones de Torres. Sus pinturas de fines de los años cuarenta ya demostraban la predilección por los motivos simples. En 1947 expuso sus naturalezas muertas construidas según la técnica torresgarciana en la galería Viau, una de las que apoyaba el arte moderno en el circuito porteño. Tras la muerte de Torres García, Castro recibió una beca para completar sus estudios de música en París, pero en 1951 decidió dedicarse exclusivamente a la pintura y la poesía. Desde entonces elaboró una poética pictórica basada en la sencillez de un limitado número de recursos, organizados sobre la base de la estructura y las proporciones. La tensión se juega, entonces, entre llenos y vacíos, horizontales y verticales, dinamismo y reposo.

En Europa también maduró la idea torresgarciana de un arte monumental y de alcance comunitario y, con el paso de los años, Castro se transformó en un especialista en vitrales. Hoy varias iglesias del mundo lucen sus trabajos, entre ellas, el Monasterio Benedictino de Caen, la Dietrich Bonhöeffer de Kirche, en Hamburgo, y la Colegiata de Nuestra Señora de la Asunción de Romont, en Suiza.

Para los vitrales del Monasterio de Caen, que le fueron encargados en 1956, eligió desarrollar el tema de la Creación, a partir de los himnos ambrosianos a la luz. Estos vitrales ocupan una superficie de ochenta y dos metros cuadrados, pero tienen la particularidad de hallarse en el recinto de un monasterio para reclusas que es poco accesible. En cambio, en los concebidos en 1968 para el templo luterano alemán, Castro pudo desplegar el tema de la Redención, en un ventanal de 4,50 por 17 metros que rinde honor al teólogo y poeta Bonhöeffer. También en el caso de la Colegiata suiza se lucen sus trabajos modernos, que representan a los profetas del Antiguo Testamento en cinco ventanas de más de cuatro metros de altura, al convivir con otra serie de vitrales del siglo XIV y XV.

En 1980 pintó murales en la Biblioteca Central de Auxerre y, entre 1987-89, decoró la Société Atochem de París, con cinco murales y una escultura móvil. Cada vez que encaró una obra monumental, Castro interrumpió su pintura de caballete porque, en su opinión, el color-luz del vitral es lo opuesto al color-opaco de la pintura. En este sentido, al relatar su método de trabajo admitió que en el taller es imposible experimentar las mezclas ópticas que se crean al yuxtaponer los vidrios coloreados en el espacio luminoso. Por este motivo comparó su trabajo, y la concentración que requiere, con el de los compositores musicales, que tampoco disponen de una orquesta sinfónica en el momento de escribir la partitura.

En cada pasaje, su obra pictórica fue registrando los cambios: iluminando la paleta antes sombría, incorporando cierto dinamismo o exaltando el color, aunque privilegiando siempre los motivos más simples. Las series que dedicó a los Libros y a los Ateliers exhibidas en el Museo Gurvich de Montevideo también muestran el indeleble sustrato del universalismo constructivo, tal como señala en el catálogo de la exposición Silvia Listur, la directora de dicho museo. Interesado en el estudio y la difusión de las enseñanzas de Torres García y en la obra de los miembros del taller, el Museo Gurvich –ubicado en la Plaza Matriz montevideana– resulta un lugar casi natural para exhibir los trabajos de este discípulo de Torres García nacido en la Argentina.

Las acuarelas, témperas y dibujos de estas series enfocan la realidad cotidiana desde la cual Sergio de Castro se proyecta para interpretar su tiempo. El taller como lugar de reflexión, la primacía de los elementos de trabajo –lápices, pinceles, libros, bastidores–, la sencillez de la línea y el equilibrio del color, son suficientes para enlazar las grandes pasiones que conmovieron toda su vida: los libros, la música y su taller. No obstante, es el tratamiento que le otorga a ese reducido repertorio de formas el que hace sensible el ritmo, casi musical, de ese universo sencillo y ajustado a la sección áurea que su maestro pregonaba en cada una de sus lecciones.

* Licenciada en Historia del Arte, docente e investigadora de Arte Latinoamericano de la UBA. Curadora independiente.

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Naturaleza muerta con libros, témpera, 27 x 21 cm, 1960.
 
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