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Miércoles, 4 de abril de 2007

TELEVISION › EL EXTRAÑO CASO DE LA “COMEDIA PERONISTA”, EN CIUDAD ABIERTA

“El peronismo es un agujero negro que aún nos define”

Andrea Garrote y Rafael Spregelburd protagonizan la primera sitcom de época, una sátira política que se propone como parodia del género, pero, también, como “fantasía de una argentinidad perdida”.

 Por Julián Gorodischer

Estoy moralmente obligado a usar todas las tecnologías narrativas de mi época, aun para renunciar a ellas (Peter Greenaway). El que cita al director inglés es el actor y director teatral Rafael Spregelburd, un histórico del teatro independiente (actualmente dirige Aca-ssuso, en el Margarita Xirgu) que, junto a Andrea Garrote, protagoniza una sitcom de espionaje en contra de todos los códigos del género hasta el momento: realizada con pocos recursos, desde la pantalla de un canal estatal y con temática peronista. ¿Todo junto? Sorpresivamente, el resultado final es de una notoria eficacia en los pases de comedia, imaginación desbordante que logra la parodia cuando no se limita a ser una payasada crítica de un género. Aquí se imagina una Argentina alternativa situada en el primer gobierno peronista. Esta dupla creativa, la que Spregelburd conformó con Andrea Garrote en las obras Dos personas diferentes dicen hace buen tiempo, La extravagancia, La estupidez y Remanente de invierno, desembarca en la TV con Mi señora es un espía (los martes a las 21, por Ciudad Abierta), animándose a un dificultoso round de remates y diálogos veloces, inseparables de una sitcom.

Cuando pensó la trama, antes de empezar a guionar sus trece episodios, Andrea Garrote quería plasmar la contracara del fenómeno de importación de enlatados que se vieron por Telefé desde La niñera a Hechizada, cuando se inició esa fábrica de remakes al servicio de una sola actriz (Florencia Peña), con resultado irregular y –según demostró el fracaso de Hechizada– ya caduca. Soñando despierta, Garrote pensaba: “Me parece una tontería desperdiciar la posibilidad de tener ideas propias. Hay muchas cosas de la tele que no entiendo por qué funcionan. ¿Por qué no aprovechan los recursos para hacer cosas propias? ¿Por qué no hacemos That 70’s show pero adaptado a nuestros años ’70? Esa historia tiene el particular universal y podría crecer en cualquier ambiente. Yo me imagino...”.

... un universo paralelo recreado en un ucrónico primer gobierno peronista, donde la Argentina era territorio próspero pero cuidadosamente vigilado aún en las mejores familias, con escuelas de espías que adiestraban hasta a las amas de casa, como Graciela Sedán, la protagonista de esta historia. Ella creyó posible contar “una de espías” sin los recursos de Nikita o de Alias, pero en la misma tradición de la agente secreta que oculta su doble identidad aun en la cama de dos plazas, respaldando la estética atada con alambre en un linaje que abarcaría a El Agente 86 y a Batman, la serie original. Cuesta pensar una de acción situada en un único estudio (el living de Graciela); es bastante difícil vivenciar el riesgo, el peligro, en el contexto de la sitcom estatal, pero siempre reconforta la destreza del guión sofisticado de Andrea Garrote, que desde su primera obra con Spregelburd (Dos personas...) empezó a demostrar habilidad para el gag léxico y el contrapunto con su compañero en el escenario. Sorprende, también, la temática provocadora: desde una pantalla pública, en contexto actual, los dos (junto a Pablo Gelós, Santiago Gobernori, Pablo Ruiz y dirección de Daniela Goggi) recrean críticamente un peronismo inspirado en la mitología de los manuales escolares, donde el ama de casa es una espía y el living una usina perfecta para las tecnologías de vigilancia, donde a las niñas se las educa para servir al régimen y los maridos deben pasar un testeo de calidad que, en el caso del señor Sedán, siempre dio negativo. Graciela, sin embargo, lo quiere igual.

Andrea Garrote: –Para mí el peronismo es como un agujero negro. Un acontecimiento traumático que nos define aún hoy en día. No soy historiadora; me siento sólo una comediante, pero la serie es una fantasía sobre una argentinidad perdida, una Argentina que no fue. No fuimos el granero del mundo ni una Argentina potencia ni un Imperio que produjo las ficciones que consumieron los yanquis. Pero me interesa esa ingenuidad de la familia que construye la mitología peronista. Yo nací, como mi generación, sin ingenuidad. A los siete, habiendo crecido en dictadura, ya veía la política con ojos críticos.

–Aquí, la mitología de la familia peronista es el análogo perfecto del clan numeroso de la comedia blanca norteamericana desde los Brady en adelante...

A. G.: –Había que tomar los mitos y falsearlos..., abrirlos. Hay un capítulo, por ejemplo, que se ocupa de “la hermana de Perón”, y podría haber sido sobre la hija, pero la idea no era contar la historia con fidelidad a la realidad. La idea es despegar la comedia hacia un lugar fantástico, que nunca llegue a ser agresivo; no quiero que ningún espectador diga: Esto no pasó así. Desde el momento en que decimos que la Tercera Guerra Mundial socavó los sueños... hay una posición tomada sobre la ficción.

Así como se recrea el régimen metido en cada living, también se construye desde la ficción un peronismo exageradamente libertario, que pone a su agente encubierta a custodiar el cuadro del brasileño obsesionado por orgías y desborde sensual, combatiendo el ataque inminente de los chupacirios. La misión se sufre como un drama personal cuando implica, para Graciela, trasladarse hasta el centro para cumplirla. La antiespía respeta todos los códigos del ama de casa de la época, y sobre todo lleva al extremo ese significado tan afín a la familia funcional tradicional: el secreto se custodiará hasta las últimas consecuencias. “Por momentos –dice Garrote– se juega con la doble idea de estar y mirar televisión: los personajes se sienten observados. Romeo (Spregelburd), un agente que trabaja con la protagonista, no sabe bien cuándo lo escuchan y cuándo no.” Para Spregelburd, “es como un 1984 (de George Orwell) que salió mal; los sueldos no llegan a los agentes; la vigilancia es imperfecta. Hay más encanto en superar la traba burocrática que en defenderse de los villanos”.

La transgresión al género –cree el actor– es contradecir la cláusula que niega a la sitcom la posibilidad de recrear y expresar un contenido. “Casi siempre asumimos que está vacía para planear superficialmente sobre los problemas. Pero si se logra ese ritmo liberado del cliché, el que dice que sólo está para hacer reír, y se hibridiza con un contenido político, da una tensión extraña como resultado. ¿Cuál es el género que define a este experimento? Yo no sé muy bien. ¿Por qué suponemos que la sitcom solamente hace reír? Seinfeld era capaz de tomar la nada con sarcasmo e ironía; la observación ingenua sobre algo que no le importa a nadie hacía aflorar una mala leche, como si estuviera en contra de sus personajes aun siendo adorables. Eso es muy poco frívolo.”

–No abunda la ficción que haya retratado al peronismo desde una mirada sobre la vida cotidiana...

R. S.: –Vivimos en un país en que las elecciones parecen ser una interna peronista. El radicalismo se definió siempre por no peronista. Es inherente a un sistema de representación democrático. En las contradicciones internas del movimiento hay algo afín a la esencia del ser argentino. Vamos hacia la posibilidad de que el país haya sido distinto: nos burlamos, desde la ficción, de los pobres australianos que pasan de un golpe a otro. No te preocupes, es lejos, decimos.

A. G.: –Lo cotidiano es un terreno enorme para la ficción, que no está transitado. Nos encanta rever esa época mitológica de la infancia. Qué pasa con esos ’50, esos ’60, que nos contaban nuestros padres.

R. S.: –Pero en la serie nunca se dice la palabra “peronismo”: es el punto ciego, lo único que hay, lo que no se ve. Si todo fuera peronista, la palabra no existiría. Creo que ahora tampoco se habla de peronismo: es el punto ciego de la política.

Graciela Sedán mantendrá el secreto de su condición hasta el final, porque –cree Garrote– no definir es inherente al género: “En la sitcom, si la niñera y el jefe se casan, sabemos que empieza la temporada de la decadencia. Hay que mantener esa tensión; es útil a nivel dramático. Acá nadie lo puede saber”. El matrimonio se quiere, aunque lo ignore todo sobre el otro. Los límites de la parodia aparecen un minuto antes de limitar la experiencia a ser comentario del género en sí, restringida de hablar sobre el mundo. “Es muy tentador para un actor hacer la payasada, pero hay que optar por darle cierta verdad. Si no, se resiente el verosímil”, sigue la guionista y actriz. Se le pregunta por esa zona que sí podría entrar en una crisis de representación, la de los tiros, las peleas, el riesgo, el peligro, opacados por el peso de la palabra.

A. G.: –Es difícil dar un plano de peligro real con una bomba atómica que parece una garrafa. Pero una ve a Maxwell Smart y era igual: el arte era tremendo. Uno ve Batman y siente que están en el pelotero de la vuelta de mi casa.

–¿Cómo se les presenta la dificultosa relación entre ficción y política?

R. S.: –Mi ficción es política, pero no por tomar un tema y desarrollarlo. Hace política, en tanto modifica lo real; política no es sólo la administración de lo posible. La manipulación de lo que se narra, la explicitación de que todo es mentira, la generación de realidades alternativas demuestran cuán manipulable es la realidad: eso es un hecho político.

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