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Miércoles, 14 de junio de 2006

OPINION

El hombre que lo pensó todo

 Por Alan Pauls

Como alguna vez lo fueron el marxismo y el psicoanálisis –saberes que le gustaba mucho tomar de punto–, Borges ya es menos un prócer o una obra que una máquina despótica: nada de la literatura le es ajeno, y mucho menos aquello que pretende ignorarlo, negarlo o sustraerse a su influencia. No hay un fuera de Borges (como antaño no había un fuera del marxismo ni un fuera del psicoanálisis). Eso es lo que en el fondo enfurece a sus detractores (si es que queda alguno que no haya capitulado): no su condición paradigmática, ni su “intelectualismo”, ni la “falta de vida” de su literatura, ni su regresismo político, sino el hecho radical de haberlo pensado todo. No importa lo que hagamos en tanto que escritores, no importa si militamos por el género o el transgénero, la contemporaneidad o el anacronismo, la inteligencia o la estupidez, el sentido pleno o el nonsense, el pastiche o la invención, siempre tropezaremos con Borges. Quiero decir: cualquier idea de literatura que conciba un escritor (y tiendo a imaginar, quizá con un exceso de benevolencia, que hasta los escritores que se jactan de “sólo escribir historias” y delegan la más primitiva operación intelectual en una comunidad vagamente alienígena y amenazante llamada “La Academia” necesitan y ponen en juego ideas cuando escriben) se mueve en un campo de problemas, disyuntivas y enigmas que la literatura de Borges delimitó, organizó y a su manera “solucionó” –esas “soluciones”, provisorias como sean, son la obra borgeana–, y del que incluso previó las incertidumbres con las que desvelaría a generaciones futuras (borgeanas o no). No somos borgeanos sólo porque cada vez que escribimos sobre él no podemos evitar escribir como él (una compulsión al mimetismo que valdría la pena interrogar y que nadie padece tanto como los antiborgeanos); somos borgeanos porque cualquier decisión literaria que tomemos, por anómala que sea, ya está inscripta de algún modo –como problema, como excentricidad demente, como pesadilla– en el horizonte que Borges trazó. La pregunta es: si es así, ¿por qué esa inclusividad, ese despotismo, están lejos de ser una opresión? ¿Por qué aceptar ese interior absoluto que es Borges es cualquier cosa menos resignarse al ya todo está escrito (del que Borges, por otra parte, es uno de los principales críticos)? ¿Por qué la literatura argentina –aun la menos borgeana– sigue haciéndose en ese horizonte que lleva la firma de Borges? Tal vez porque es, él solo, eso que en la literatura sólo solemos reconocer cuando viene de la mano de grupos de escritores, de masas de libros, de movimientos, de linajes, de épocas: una tradición. De haber sido sólo una escritura, Borges sería estéril: nada más fácil que ser él, nada más fácil que perecer siendo él. Que Borges sea nuestra tradición quiere decir que no se limitó a hacer literatura y que pensó, sobre todo, cómo es posible que haya algo llamado literatura. En ese sentido –como Godard decía de Orson Welles–, todos, siempre, le deberemos todo.

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