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Domingo, 19 de abril de 2015

CULTURA

Textual

Uno de los rasgos que me llamaron la atención en esta nueva lectura de sus novelas –cada nueva lectura de Arlt es siempre nueva– es la actitud en que piensan sus personajes. Caminan, y al caminar se agarran la cabeza, la apoyan en la palma de la mano, se frotan las sienes. El pensamiento, se trate de un soliloquio, un análisis, un plan, una conclusión, es pensamiento en acción. Ideas que no pueden estarse quietas. Para Arlt, pensar es movimiento, el pensamiento es acción. Marxismo intuitivo: la filosofía transforma el mundo. A menudo, Arlt describe un personaje, le da la palabra, pero no le basta: el personaje necesita explicarse, necesita comprender por qué los hechos, las cosas, la vida. Necesita descifrar por qué le pasa lo que le pasa, contingencia, arbitrariedad, a veces un absurdo y, a veces, para su asombro, un prodigio a menudo terrible.

Los protagonistas exprimen su interioridad, frustraciones, mezquindades, mascullan sus más íntimas vergüenzas o bien, declaman: expresan sus sentimientos con un tono teatral, solemne o canyengue. También están los discursos políticos, críticas sociales y morales, disertaciones éticas, estrategias de la violencia, y como deriva de estas estrategias, el desarrollo de inventos que serán explotados ya sea para el enriquecimiento personal, financiar la adquisición de armamento y el fomento de explosivos y gases letales que se usarán en el asalto al poder. Ninguno de estos pensamientos, se trate de monólogos interiores o expansiones verbales, resultan en Arlt elucubraciones gratuitas. Sensiblemente articulados, conforman no sólo el clima asfixiante y prerrevolucionario de la ficción. También plantean el auténtico contenido ideológico de una trama que no vacila en apelar a los comportamientos de lo teatral cuando se trata de dinamizar un conflicto. Podrá decirse que la teatralidad es un recurso. Sin embargo, por el contrario, es su teatralidad lo que confiere verosimilitud a personajes que, arrojados a su pathos, persiguen una revancha que los justifique.

* Fragmento del prólogo de Guillermo Saccomanno.

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