–¿Cómo es en su faceta de cronista de viajes?

–Yo quería transformarme en Tintín, viajando por el mundo, teniendo aventuras hasta volver y contarlas. Hace varios años que cualquier viaje que hago lo dibujo rápido, para leer lo que viví. Y esas crónicas tienen esa tontería de que la imagen vale más que mil palabras. Si me siento para bocetar una vista desde el hotel, luego veo de nuevo todo como en una foto de mi cabeza. Y los otros, al saber que yo lo dibujé en el lugar, también pueden imaginar un poco. Me imagino más haciendo un dibujo sin texto que un texto sin dibujo.

–¿De dónde le viene el romanticismo exacerbado?

–Cuando empecé a dibujar, sabía que si quería ser honesto con lo que hacía tenía que hacerlo con la guardia baja, sacándome la postura del cínico o el cancherito. Yo no había visto durante años El regreso del Jedi –por ejemplo– que fue un clásico de mi vida. En plena batalla con los ewoks, uno queda muerto y a mí se me llenaron los ojos de lágrimas, emocionado por eso. Pensé que me debían estar pasando otras cosas. Sé que todo el mundo tiene un momento con esa especie de lágrimas. Para poder trabajar con esa emoción, hice la tira muy abierta temáticamente: hay días en que es observación, otros días es humor absurdo. No tengo tanto mensaje para mandar.

–¿Cómo son sus rutinas de trabajo?

–A la mañana laburo mejor que a la tarde, y a la tarde mejor que a la noche. No trabajo con computadora, porque es como si hubiera aprendido a tocar la guitarra a los 25 años. No es lo mismo que si te la dieran cuando tenés seis años. Hago cosas muy básicas, pero tengo más sutileza al papel y al agua.

–¿Cómo hace para sensibilizarse en forma permanente?

–Si prestás atención, no hace falta que te pateen. Ves 30 segundos de Tinelli y entendés que está todo mal en el planeta, te deprimís y llorás. Así que no hace falta sufrir mucho.