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Jueves, 29 de marzo de 2007

OPINION

Dípteros nematóceros y microficción

 Por Luisa Valenzuela

Pienso que la novela es como un mamífero, manso como una vaca o temible y veloz como un guepardo. El cuento, en cambio, podría ser un pez o un pájaro. Y los microrrelatos son insectos, iridiscentes en el mejor de los casos; por eso mismo equiparo su estudio a la entomología. Al terminar de escribir lo anterior y, valga la paradoja, de consumir la última gota de Off, asocio con una historia real que me contaron hace ya bastantes años y que guarda extraña relación con esta idea y con el momento que estamos viviendo: Un joven entomólogo viajó al Amazonas becado para investigar los mosquitos de la dilatada cuenca. Pasó un año entero allí, acampando en la selva o en distintos poblados y dejándose picar malamente porque era ésa la única forma que encontró para cazar ilesos a los mosquitos. Con un tubo de ensayo atrapaba a los pobres insectos en pleno banquete y después con todo cuidado los iba colocando en portaobjetos individuales, listos para ser estudiados a su regreso a la universidad. Al cabo del año acabó como colador, picado de cabo a rabo, con enfermedades de toda laya, entre las cuales la malaria era la más previsible, pero se sentía heroico: había logrado una colección de mosquitos excepcional, única, con ejemplares quizá nunca avizorados por los ojos de la ciencia. Y todo lo tenía perfectamente catalogado y organizado. Era un vastísimo cementerio de mosquitos reducido a las dimensiones de su maletín de mano. En la universidad esperaban su presentación con verdaderas ansias y con la cámara acoplada al microscopio para ver los mosquitos en pantalla, y él llegó ufano a la ciudad (Barcelona, si mal no recuerdo) y, por necesidad de un festejo previo, quizá, o quizá para serenarse, antes de ingresar al edificio y subir al aula magna donde haría la presentación de sus valiosos especímenes, se dirigió a la tasca para tomar un trago, abrazado como náufrago al salvavidas al tesoro que lo elevaría a la fama científica. Pero en el camino recibió un feroz golpe en la cabeza y vio una sombra huyendo con su irremplazable maletín y...

Pensamos en el dolor del joven entomólogo, en su espanto, en el desgarramiento más que del cráneo del corazón por haber perdido para siempre su tesoro irrecuperable. ¡Pero pensemos por favor en el chasco absoluto del ladrón cuando abrió lo que suponía un magnífico botín y se encontró con miles y miles de mosquitos semiaplastados! Así supongo yo se puede llegar a sentir el patán que cierta tarde, esperando tener lectura de evasión para el fin de semana, se roba (suele suceder) un libro de microrrelatos. El es uno de esos que quieren olvidar el mundo metiéndose en la cama con una novela río de fácil digestión. Entonces, al toparse con los insectos escriturales, el ladrón del libro equivocado se irrita, se desespera. Pero después, si es inteligente –cosa que no le pudo suceder al ladrón de mosquitos–, le va tomando el gusto. Y lee saboreando cada palabra, cada microhistoria. Y empieza a nacer la complicidad. Esta es la palabra. Creo que el mayor atractivo del microrrelato es esta complicidad que se establece entre el texto y el lector. Algo que supera de lejos a quien lo escribió. Una complicidad que, por supuesto, jamás entablaremos con el maldito díptero que –sea aedes egypti o no– nos envenena la vida.

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