Sábado, 16 de mayo de 2009 | Hoy
Por Pablo Capanna
Todo empezó de manera casual en 1998, cuando Leonardo Moledo me pidió alguna nota ligera y veraniega para Futuro. Ignoro en qué momento esas notas comenzaron a hacerse más formales (aunque no tanto), cuándo se transformaron en una suerte de columna y cómo llegaron a ser tan previsibles como las fases de la Luna. La costumbre selló un vínculo que iba a resultar más duradero que todos los contratos.
En Futuro me reencontré con viejos lectores de El Péndulo y Minotauro. Pero el “núcleo duro” del público estaba en la comunidad científica, que buscaba en el suplemento una suerte de refugio contra la trivialización.
Fue más que un desafío. Tuve que escribir para un público de elite, que no sólo no estaba dispuesto a tolerar traspiés, sino que se había formado para hacerlo. Sobre todo, tratándose de un autor que no provenía de las ciencias duras ni de las blandas, sino de la filosofía, que es otra cosa aunque usted no lo crea. En algo me ayudó ese realismo que me dio trabajar durante años con estudiantes de ingeniería.
Los lectores resultaron extrañamente benévolos, y cada vez que se me escapaba un error (o un acierto) me lo hacían saber desde lo más profundo del ciberespacio, y mis notas circulaban por los sitios y blogs menos pensados. En diez años hubo apenas alguna escaramuza por un número primo, una cita mal citada o el ultraje a un ídolo juvenil, pero todos terminaron por acostumbrarse y pronto hasta dejaron de quejarse. Para decirlo como Humprey Bogart en Casablanca, fue algo así como una “hermosa amistad”.
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