Sábado, 16 de mayo de 2009 | Hoy
Por Esteban Magnani
Una de las cosas que más me agrada del periodismo científico (al menos en el estilo que tiene el suplemento Futuro) es su apariencia de eternidad, sobre todo cuando se comparan sus artículos con la vorágine de infértiles noticias interruptus que suele aparecer en un diario o noticiero televisivo. Disfruto de imaginar al lector alejándose un poco de ese presente constituido de efímeros fragmentos de ¿realidad? que reclaman impacientes y con grandilocuencia su atención para desvanecerse unos días más tarde, llámese “pandemia de gripe aviar”, “fin del veranito económico” o “negro llega a Casa Blanca”. Estas noticias que, según se demuestra a la larga, no justificaron tales ríos de tinta, son estornudos mediáticos en competencia por la atención/bolsillo del lector/espectador cuando se los compara con la teoría científica. Lo que dijeron Newton hace más de 300 años o Darwin hace 150 parecen verdades eternas al lado de la caducidad de las noticias comunes y resultan, para este lector, escritor (y colaborador sistemático de Futuro) al menos, una isla en la que refugiarse de los efímeros apocalipsis anunciados.
El periodismo científico resulta especialmente agradable porque las novedades que se publican (condición necesaria de un artículo de diario) pueden colocarse como piezas dentro de un rompecabezas más complejo que las recibe y les da sentido con la tranquilidad de lo que se sabe duradero. De alguna manera se permite un diálogo con la historia de la cultura humana de la que el pensamiento científico es parte.
Así, el mareado navegante de los medios modernos podrá recuperar fuerzas antes de volver a lanzarse a las superficiales pero turbulentas aguas de lo cotidiano.
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