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Viernes, 23 de octubre de 2015

CINE

La ciénaga

La última película de Guillermo del Toro, La cumbre escarlata, pasa revista al género gótico sin demasiada profundidad pero con una belleza gloriosa.

 Por Marina Yuszczuk

Hace unos años Guillermo del Toro escribió una película maravillosa llamada No tengas miedo de la oscuridad (2010), una rareza de terror protagonizada por una nena que se mudaba a una casona de estilo gótico con el papá y su nueva novia. La casa guardaba un secreto terrible, una versión siniestra de los cuentos sobre esas hadas que se llevan los dientes de lxs chicxs, y estaba diseñada artesanalmente con murales delicados pintados en la pared del sótano, un jardín con estanques y mucha melancolía otoñal. Pero todo eso acompañaba la tristeza de la historia, que pasaba por contar cómo la nena rechazaba los intentos de la novia del papá por acercarse a ella y los requería cuando era demasiado tarde, y cómo esa mujer se hacía madre de la nena porque la protegía hasta el punto de sacrificarse por ella. La cumbre escarlata, que esta vez Del Toro escribe y dirige con un presupuesto mucho mayor, es de nuevo una película gótica pero es todo lo contrario: Edith Cushing (Mia Wasikowska) también es una huérfana que vive con el padre, un empresario enriquecido de la ciudad de Buffalo al que no le pesa que la hija se quiera dedicar a la literatura. Ella es fantasiosa, independiente y a veces prefiere quedarse corrigiendo una novela antes que ir a fiestas. El comienzo de la película parece concederle cierta relevancia al hecho de que un editor no le quiera publicar una novela que tiene fantasmas aunque no suficiente romance como se esperaría de una escritura femenina, pero el tema se abandona enseguida. Pronto un baronet inglés (Tom Hiddleston) llega a la ciudad acompañado de su hermana Lucille (Jessica Chastain) para buscar inversores interesados en financiar una máquina capaz de sacar a la superficie la extraña arcilla roja que abunda en el lugar donde está emplazada su casa en Cumberland y logra, con medios violentos, llevarse a Edith como esposa. El es ambiguo, con rasgos perversos y delicados que atraen irresistiblemente a la novelera protagonista; además es inventor y coleccionista de juguetes y autómatas de dudosa dulzura, pero eso también queda por el camino. La historia avanza con una serie de descubrimientos no muy sorprendentes de parte de Edith que incluyen crímenes y tabúes, ejecutados con una previsibilidad que contradice todo otro rasgo de la superficie de la película. Por momentos se tiene la sensación de que Del Toro va pasando revista uno a uno a los rasgos de la literatura gótica pero sólo los convoca para abandonarlos, para abultar la estética de La cumbre escarlata a medida que la historia se empobrece. Casi se podría decir que la película es la casa, esa mansión con techos puntiagudos, destartalada y laberíntica, que se está hundiendo por su propio peso en el suelo cenagoso, el agujero en el techo por el que llueve lenta la hojarasca del otoño, la nieve que se tiñe de rojo sangre o la máquina del infierno, literal, que extrae la materia más profunda y la saca a la superficie igual que el género en el que la película se enmarca, son hallazgos visuales que una puede convocar fácilmente después de verla. Probablemente sean inolvidables, tanta es su belleza hostil y decadente, y probablemente La cumbre escarlata sea una película para la posteridad. Porque verla es avanzar con cierto tedio por los escasos vericuetos de una historia que parece obligada a resolverse y se deja a sus personajes en el camino (Edith misma deja de existir como heroína en el momento en que se muda a su nueva casa): lo que ofrece Del Toro son apenas unos cuadros, un recuerdo. Algo que podría ser el decorado de una película increíble si estuviera habitado por personajes que alcanzaran la intensidad de lo que quieren ser, una hermana enamorada de un modo mortalmente equivocado, un hombre frágil que se disputan dos mujeres parecidas y distintas, una escritora de novelas con fantasmas.

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