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Viernes, 20 de mayo de 2016

CINE

Dejar todo en la cancha

En Hijos nuestros, una ópera prima de cine nacional,
se tematiza el fútbol desde su lado más humano: las relaciones que teje, las tragedias que encierra y la amarga melancolía que se esconde detrás del show.

 Por Marina Yuszczuk

Aunque existe desde hace siglos, no por nada el mayor crecimiento del fútbol como deporte tuvo lugar en plena Inglaterra industrializada del siglo XIX, como una práctica por la que pudieran optar los obreros en sus horas de ocio, algo que los ordenara, los mantuviera sanos y con los cuerpos relajados, contentos, listos para volver el lunes al trabajo. Pero también, apropiado por la clase trabajadora, el deporte mutó en ocasión de encuentro y así, incluso algunos clubes locales fueron fundados por empleados de una tienda, como Independiente, o por un grupo de socialistas, como Chacarita Juniors. La relación entre ocio y trabajo siempre fue un tema cuando se trata del fútbol y su potencial colectivo como generador de encuentros, pero también de su manera de encauzar en las glorias y desagracias del equipo alentado cualquier posible deuda pendiente o directamente fracaso en la vida de los fanáticos.

Hijos nuestros es una película rarísima, una ocurrencia infrecuente en el cine nacional (que tuvo el año pasado una historia de fútbol y amistad mucho más optimista como fue Papeles en el viento, de Juan Taratuto), porque apunta directamente al centro de esa cuestión, y al papel que cumple esa frenética actividad de ser hincha en una vida rutinaria, con una impiedad y una melancolía pocas veces vistas. Dirigida por dos debutantes, Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez, la película toma del léxico futbolero siempre machista –aunque sea en modo lúdico- la expresión “hijos nuestros”, usada para bardear al otro por una hinchada que se representa colectivamente, y con ella al club, como un padre.

O mejor dicho, como un tipo específico de padre: aquel que sabe más y demuestra esa superioridad cada vez que puede, subido al pedestal que le pone a los pies ser el progenitor de otro ser humano y en cierta forma, su dueño. El que va a ocupar ese lugar, aunque sea provisoriamente y en los hechos, es Hugo (Carlos Portaluppi), un taxista hincha de San Lorenzo para quien el fútbol, como se dice, “lo es todo”. Hugo se reparte entre la casa –en la que no hace mucho más que dormir y mirar tele-, el taxi y una pizzería de Boedo donde se encuentra al paso con otros taxistas con los que comenta los partidos. Con varios kilos más de los que tuvo allá en la juventud cuando llegó a jugar en primera durante escasos seis partidos, después se sabrá que una lesión mal operada lo dejó fuera de juego y con un dolor en el tobillo por el que no está dispuesto a hacer mucho. Solitario, sin más rumbo que el que el pasajero o la pasajera de turno le pueda indicar, un día se suben a su auto Silvia (Ana Katz) y su hijo Julián (Valentín Greco), de doce años. El chico juega al fútbol en un club de barrio, y Hugo no va a tardar en acercarse para ofrecerle la oportunidad, contactos mediante, de probarse en San Lorenzo.

Mientras que él, al parecer, quedó varado en ese punto del pasado en el que perdió la posibilidad de correr tras la pelota y empezó a sumar kilos y dolor en el pie –una inmovilidad de la que solo parece haberlo sacado el taxi, como si se tratara de una especie de prótesis sobredimensionada-, Julián es pura posibilidad, puro futuro y movimiento. La película va y viene entre esos dos mundos, el pequeño hogar que conforman Silvia y Julián, cálido y animado, y el departamento de solterón de Hugo, adicto a los caramelos masticables e incapaz de mantener viva una planta. En el medio, el fútbol, también como la posibilidad de armar una familia en la pasión compartida. Por momentos parece que Hijos nuestros fuera a tratar en clave de comedia la religión futbolera y algo de eso hay, pero con mucha madurez, la película se anima a no ser un relato amable y fácil sobre un nuevo comienzo sino un trago difícil, incómodo, en el que el fanatismo deportivo y la soberbia paterna y triunfalista se anudan para preguntar qué pasa cuando las pasiones quedan por encima de las personas.

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