Viernes, 11 de junio de 2010 | Hoy
MUESTRAS
La exposición colectiva El mundo es nuestro presenta las obras de Amparo Villarreal y Morita Sánchez Viamonte, dos sensibilidades emergentes de la Ciudad de las Diagonales que vuelven a la infancia con perplejidad para crear una serie de dibujos donde la autobiografía infantil se transfigura por la nostalgia fantástica y el pop.
Por Diego Trerotola
Una serie de cuadros cuelga de las copas de unos árboles estampados en la pared. En cada cuadro hay un dibujo de la fachada de una casa distinta. La idea de la ambientación de esta parte de la muestra El mundo es nuestro que realizó Amparo Villarreal parece recordar a las casas de los árboles de películas infantiles, esos lugares donde habitan los secretos que sustentan una independencia desde antes de la pubertad. Esa decisión también tiene que ver con la mezcla de arquitecturas suburbanas y vegetación, como un tejido orgánico que enmarca cada cuadro. La mayoría de esas fachadas son dibujos de casas de Casbas, partido de Guaminí, provincia de Buenos Aires, pueblo donde Ampi nació y desde el que partió a La Plata para estudiar arquitectura. Son casas simples, bajas, dibujadas sin otra estilización que una línea levemente ondulante pero limpia, y enmarcadas y coloreadas cada una de manera distinta, con lápices de colores o acuarelables o con papel glace. Hay algo de flashback a técnicas escolares, pero también hay una rebeldía que late ínfima pero sentimentalmente densa contradiciendo los planos y los cálculos que la disciplina académica le impone a Villarreal en la Universidad: es como si cada trazo desdibujara un poco lo aprendido, como si el deseo de un mundo propio y habitable fuese menos dictado matemáticamente. Pero si uno indaga, Ampi revela que algunas fachadas son un sentimental recorrido biográfico que va desde la “casa de una señora a la que le sacaba rosas para llevarle a mi mamá” a de la casa de su bicicletero, pasando por la de su amiga Nati o la propia, un paseo por la nostalgia de pueblo vacío casi fantasmal, porque en ningún dibujo hay gente. Y eso es más evidente porque el trip nostálgico es quebrado por un sentido lúgubre: el minimal tour pueblerino se interrumpe por cuadros de casas abandonadas inspiradas en fotos de Internet. Así la sensibilidad de Villarreal se vuelve irreal, esos otros dibujos son como castillos embrujados o casas maldecidas de una película de terror, o la casa de un ogro de un cuento de hadas. Su viaje biográfico-arquitectónico se vuelve fantástico y tiñe todo su planeta a través de un ojo okupa que le da una belleza distinta a cada casa tomada, donde habita el fantasma de una mirada que puede hacer que una serie de lugares se convierta en un cuento ilustrado de la infancia suspendido de un árbol, como si fuese una fruta de la tentación que nuestra imaginación mordió con deseo: pinta tu aldea y dibujarás el jardín libertino de todas las delicias.
Villarreal formó parte con Morita del colectivo Corazones de Bully, que irrumpió en el pabellón joven de la última edición de ArteBA con mil dibujos espontáneos, antiacadémicos, de un grupo multidisciplinario que incluía principalmente a músicos y artistas plásticos residentes en La Plata. Casi como el reverso de los dibujos de Villarreal, en las obras que Morita expone en El mundo es nuestro no hay casas ni lugares, sólo gente, casi en el vacío, como recortada y descontextualizada. Aunque más que gente deberíamos decir criaturas, en su doble acepción, para referirse a niños/niñas y a seres fabulosos. Tal vez, también se puedan ver los dibujos de Morita como una serie de figuras trazadas para habitar en los escenarios de Villarreal, completando un doble set lúdico. Morita es el diminutivo de Mora Sánchez Viamonte que, en versión aumentativa, también es tecladista de 107 Faunos, diseñadora de ropa y correctora del diario platense Hoy, donde hace valer sus años como estudiante de Letras. Morita se puso de acuerdo con Villarreal para hablar del pasado desde su presente, para evocar el sentimiento de los que empiezan a acercarse a los treinta y toman conciencia de que la “infancia ya es un lugar medio lejano”. En el centro de sus cuadro, el dibujo de una foto de un cumpleaños, es el corazón de su estética: Morita está disfrazada de Orco, el mago-duende volátil de túnica que secunda como bufón a He-Man. Los cuadros de Morita son eso, una fiesta del disfraz, celebración de lo biográfico arropado con fantasía. Esa foto, con otros dos autorretratos infantiles –una ganando un torneo de tenis a los ocho años, otra con cuatro amigas–, pierden el color, se vuelven pura línea negra, pero conservan en su sobriedad un glam infantil que se extiende a toda la muestra. Otros cuadros perfilan seres quiméricos –la guerrera amazónica Dina, el hombre cabeza de lagarto Gartok y el ave prehistórica Artax– como una suerte de mitología medio falsa de dibujo animado, emulando ese mundo “medio atemporal de He-Man”. La imaginación visual de Morita le permite reinventar la estética ochentosa para cavar una trinchera y disparar al presente con munición de pop fantástico, donde la acuarela flúo o el acrílico chillón vuelven a hacer brillar las superficies de placer y cada línea transforma el recuerdo real en un deseo vital sin tiempo. De origen platense, a causa de que su familia era amiga de los Moura, Morita heredó un buzo que le pertenecía a Federico Moura, el cantante de Virus que también diseñaba ropa y que enfrentó los ‘80 con un pop sensual, renovador, moderno y de un humor y una genialidad que aplastaba. Los dibujos de Morita tienen ese mismo poder, y si Federico viviera seguro le dedicaría una de sus más hermosas canciones. ¤
El mundo es nuestro se puede ver hasta fin de mes, de miércoles a domingo de 16 a 20, en Vendrás Alguna Vez. Espacio Cultural, calle 2 Nº 1029, entre 53 y 54, La Plata.
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