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Viernes, 23 de diciembre de 2011

A campo traviesa

MUSICA. Una –nueva– selección caprichosa retoma la escena actual del folk mundial para completar el pantallazo de jóvenes artistas que mantienen vivo y renovado el espíritu de esa música de raíces que se teje con pequeños relatos.

 Por Guadalupe Treibel

Empujando los márgenes de una geografía ecléctica, la escena folk no da por tierra el esfuerzo de mantener la buena salud de la música de raíces, con trovadoras y cuentacuentos que se visten de gala en escenarios norteamericanos y saltan, luego, al mundo. Sus canciones se nutren de amores y crónicas urbanas, de pasajes naturales y detalles, guiños, melancolía y renuevan, así, el fuego sagrado: la música. Después de repasar los trabajos de artistas como Zoe Muth, Eilen Jewell, Laura Marling, Alela Diane, Sarabeth Tucek o Jesse Sykes, Las12 se vuelve a adentrar en la escena y en nombres que, ni últimos ni primeros, también cargan el título de “herederas de Joni Mitchell”. Con trabajos nuevos, Emily Arin, Brandi Carlile, Jolie Holland y Heidi Spencer completan el paisaje de la batidora folk de 2011.

CUANDO LA LLUVIA SE VUELVE NIEVE

Hay quienes dicen que “Patch of land”, el nuevo y autogestionado trabajo de la joven Emily Arin, es una propuesta angelical. Si fuera el caso, le cabría la síntesis de ángel caído: es cierto, hay luz y una voz natural envolvente, pero la luminosidad se destiñe –indefectiblemente– con una sobredosis nostálgica al borde del abismo. Enhorabuena, la norteamericana no da el salto de gracia y siempre termina por ajustar la lamparita y ofrecer una oportunidad. “Escribir canciones es, para mí, un proceso de destilación”, explica ella y recala en su objetivo: el de “filtrar varias veces una idea, una emoción, y formar un vehículo para compartir intensidad, alegría y misterio”. En palabras del reconocido crítico Barry Alfonso, es idealismo... golpeado por experiencia.

“Hoy es apenas una hoja más en el libro. No puedo esperar para zambullirme en el día de mañana”, cantará en “Waltz for Spalding Gray”, track dos de su álbum de 2011, que –entre melodías elegantes y giros dulces, baladas indiefolk e influencias varias– explora la memoria y cuenta el cuento de nunca acabar. “Me escribías poesías cuando me conociste entonces, y cada línea susurraba un amén. ¿Todavía rezas con su pluma?”, cuestionará la chica de corazón roto en “When you knew me when”. “Todos estamos hechos de la misma arcilla y, por la luz, hay una oscuridad que debemos pagar”, encriptará en “By the fiery”. En “On a Rainy Night in Memphis”, la soledad y el cansancio se abren camino entre las estrellas de la mítica ciudad (¿oda a la vida country?). Esa es su proclama: hay un pedazo de tierra que llama su nombre en la noche, lleno de grillos que espantan la tristeza (“Patch of land”).

Y aun cuando los productores Brian McTear y Greg Weeks incorporan toques –-cello y mellotrón incluidos– la simplicidad sigue siendo esencia en las composiciones de una Emily Arin que busca la palabra justa para la poesía perfecta. Y aunque lo esencial es invisible a los ojos, la escena yanqui comienza a abrirlos de par en par en lo que a esta californiana (emigrada a Nueva York) refiere. Y le propinan halagos como “el soundtrack ideal para soñar”, “composición oscura y elegante”, “un álbum hermoso, como un cálido abrazo”, “la artista más talentosa de Ithaca de los últimos años”. Y así... Ella se duerme en los laureles y participa de soundtracks (como el de Nuummioq, un muy festejado film de Groenlandia que se proyectó en un festival Sundance, donde Arin fue invitada a tocar).

Así y todo, lo más alentador de Emily es su sed de autogestión: en 2007, sus primeras canciones fueron vendidas a suscriptores bajo la promesa de un track por mes. Setenta creyentes se anotaron y dieron rienda suelta a la imaginería de esta chica L.A., que dejó su geografía natal para adentrarse en un pequeño pueblo del estado de Nueva York y abandonar las distracciones de la gran ciudad. Al igual que abandonó el Musician’s Institute de Los Angeles porque “todo pasaba por la guitarra eléctrica” y su desbocada creatividad no tenía rienda suelta en ese contexto.

Hizo trabajos irregulares y compuso; juntó dinero para tomar clases de flamenco en España y voló. Fue a Suecia, Alemania y Polonia con sus temas bajo el brazo. Cada vez que tuvo una buena conversación con alguien en una estación de tren, un hostal o un bar, le dio una copia casera de sus canciones. Y afortunadamente la estrategia cara-a-cara dio sus frutos: alguien le pasó sus tracks a Sergio Días, de la mítica banda brasileña Os Mutantes (que Erin adora) y él le cruzó un correo agradeciéndole la música, alentándola a ser amigos. Es que, para la country girl, hacer temas es una experiencia conectividad, un ritual compartido. Por eso, aún hoy, carga sus discos en su bolso. Nunca se sabe con quién se puede cruzar una...

Claro que la web la acerca a la distancia. Y, en su caso, la propia viene con manual de instrucciones. Hacia el final de la página inaugural, incorpora la sentencia: “Recomendada si te gusta Jana Hunter, Laura Veirs, Gillian Welch, Leonard Cohen, Alela Diane, Cat Power, Connie Converse, Eilen Jewell, Josh Ritter, Jolie Holland, Laura Gibson”. Menuda manera de sintetizar un sonido, hermanarse a nombres (más y menos) conocidos, reconocer influencias y, por qué no, arrimarse unas fichas. Tiene con qué: “Patch of land” es precioso, sencillo y nostálgico y arranca con una línea simplemente hermosa (buen augurio): “Ahí va mi imaginación, pintándote con oro” (“Say”). Al parecer, algo de pintura le habrá sobrado para rematar el amor en sus lyrics.

BRIGHT STAR

De pequeña, Brandi Carlile vivía en un pueblo pequeñísimo, a 50 millas de Seattle. En el aislado Ravensdale, había pocos amigos y vecinos con quienes paliar el tiempo y ella, antitedio, fabricaba su propio entretenimiento con viajes a dedo al bosque y autodidactas clases vocales. Sí, Brandi cantaba. Como cantó teniendo 8 añitos, a fines de los ‘80, cuando mamá la llevó a un concurso de una radio local para que hiciera de las suyas, al son de temas country (en su casa, Patsy Clide y Johnny Cash sonaban a cada rato); como volvió a cantar a los 17, como corista de un... imitador de Elvis. Para ese entonces, ya tocaba la guitarra, componía y escuchaba los viejos álbumes rock del Elton John setentista. También aprovechaba cualquier oportunidad para subirse al escenario.

De club en club, se topó con Tim y Phil Hanseroth, dos mellizos cargados de habilidad armónica e instrumental, y los convenció de sumarse a su proyecto. ¿Cuál era? Pues, el de hacer canciones de raíces, qué va, con letras pulidas, inclinación pop-rock, emociones a flor de piel y guitarreo protagónico. La joda le salió bárbara: de inmediato se desperdigó la novedad de su voz y las canciones y comenzó a abrir shows para Dave Matthews y Shawn Colvin. Y el buzz creció a tal punto que, para 2005, Columbia Records la sumaba a sus artistas y lanzaba su primer disco: Brandi Carlile (2005). Ojo, ese mismo año, la revista Rolling Stone USA la ponía en el podio de shows en vivo que merecían la visita. ¡Y eso que la muchachita estaba lejos de ser una muñeca pop prefabricada!

La crítica la acompañó, remarcando la influencia del guapetón Jeff Buckley en su estilo; admirando la voz rica, sensual y cercana, original. “No sólo es un debut superlativo; es un flor de disco, sea cual sea la medida”, le propinaron algunos. Y, para 2007, la siguieron con pendiente positiva: The Story, su siguiente álbum, la encontró más cruda, más sólida y más hitera. Es que el track homónimo –que da título al trabajo– fue emitido en la tira Grey’s Anatomy y no pasó inadvertido (de hecho, no fue la única canción suya que sirvió de soundtrack a la serie; ni a comerciales). Para 2009, Give up the ghost se armó de instrumentos de los ’50 y ’60 y de invitados especiales como Chad Smith (Red Hot Chili Pepper) y su ídolo de la infancia, Elton John (en el movidito “Caroline”).

En el ínterin, la chica saltó el charco y se presentó en Europa, fue invitada al clásico televisivo Later... with Jools Hollland, salió del closet, ganó premios, pescó (le gusta pescar), giró con Maroon 5 y One Republic, creó su propia fundación para ayudar causas nobles (léase, el medio ambiente), dejó ver sus tatuajes de Auryn, vio con sorpresa cómo sus fans se tatuaban su firma y ¡su cara!, participó de festivales como Lilith Fair y preparó las bases para su último disco: Live at Benaroya Hall with the Seattle symphony (2011). También contestó a cientos de preguntas, como, por ejemplo: “Si no fueras música, ¿qué serías?”. Para sorpresa de varios, la respuesta no tardó en llegar: “Un cowboy”.

Pero, volviendo a la música y el último trabajo de la carilinda, ¿algún gustito para el vivo? Varios: acompañada por los mellizos y una orquesta de 30 músicos, Brandi hizo un tributo al “Hallelujah” de Leonard Cohen (tema que Buckley, como tantos otros, ya había versionado), entre otros covers. Ahora, ya sueña con nuevos proyectos (le gustaría colaborar con Dolly Parton o Loretta Lynn). Se ve que, a este ritmo, la jovenzuela nacida entre montañas ya no se aburre.

BEAT, BEAT, BEAT

Si tener entre sus fans a Tom Waits o recibir comparaciones con Billie Holiday o Bessie Smith no es suficiente carta de presentación, para entrar en hipnótica empatía con la tejana Jolie Holland alcanza con escucharla cantar. En su último trabajo, el sanguinario Pint of blood (2011), la mujer del ‘75 logra la difícil tarea de renovar la forma de decir y, con la voz deliberadamente fracturada y visceralmente bluesera, matiza cada vocablo, lo renueva. Así, sencillonas palabras como “Sky” nunca sonaron tan exóticas... “Estoy tratando de ser tan inocente como una paloma, pero soy más inteligente que un nido de serpientes. Oh, cielo ayúdame, por el amor del diablo”, parafrasea en “The devil’s sake” la treintañera cuyas poesías descansan sobre la pérdida del amor, sin regodearse en el dolor.

“Oh, niña dulce, vayamos a ver las preciosas estrellas y hablemos de tus mágicos superpoderes. Creo conocer donde la luna se levanta; podemos caminar alrededor de la montaña y tomarla por sorpresa. Oh, niña dulce, quedémonos despiertas toda la noche; no le demos a los sueños ni un solo lugar para esconderse; excepto entre nuestro dulce aquí y ahora. Quizás alcance para evitar que la tristeza me siga cazando”, canta Holland en “Honey Girl” y, con “extraña fuerza febril” (como definió algún medio de Primer Mundo), descubrirá esa sensibilidad a flor de piel, llena de imágenes visuales, que la mantiene haciendo discos. No todos los días se escuchan líneas como “Si la decepción fuera una droga, tendría una sobredosis nuevamente”...

Así y todo, el magnético Pint of blood no es su primogénito; es el quinto. En 2003, la artista que, durante la tierna adolescencia, tocaba piano, guitarra y violín, ya se adentraba en los oscuros parajes de su Estados Unidos natal para lanzar esa batidora blues, folk, gospel y jazz que fue “Catalpa”. Y, luego, “Escondida” (2004). Y “Springtime Can Kill You” (2006). Y “The Living and the Dead” (2008). En casi una década de canciones, Jolie ha sabido evocar a la familia Carter, recorrer carreteras, “completar” una canción de Syd Barrett, ponerle música a un poema de Yeats o darle palabras a la fallecida Joan Vollmer que, en “Mexico City”, le pregunta a un Kerouac de fantasía: “¿Qué es ese humo negro que sube, Jack? ¿Se incendia el mundo? ¿Qué es ese cantar distante? ¿Es un coro celestial de los vivos y los muertos?”. Si se recuerda el nefasto episodio en el que su marido Burroughs decide jugar a Guillermo Tell y le propina tamaño disparo en la cabeza, imposible desconocer el origen del fuego...

Como poeta, compositora y cantante, la ex The Be Good Tanyas (banda country, bluegrass y rockabilly) ha sabido mantener fresco su aporte al folk. Como ella misma ha definido, se trata de “estados de trance”: “Creo que así es cómo funciona. La canción tiene que salir de una queriendo decir algo. Nunca he querido escribir algo”. La no intención ha salido muy bien; en especial los guiños. Porque, siguiendo el amor beat, el título de su último trabajo es una relectura del autor de “El almuerzo desnudo”. “W. B. solía decir: ‘Si andas con una persona durante media hora y después sientes que has perdido un litro de plasma, esa persona no es tu amiga’. La pinta de sangre es, en realidad, sobre la gente que te devuelve vitalidad”, explicó la muchacha para, luego, canciones en mano, ofrecer una transfusión de lo más efectiva.

UNA IMAGEN VALE MAS...

No es raro que los videoclips de Heidi Spencer y sus Rare Birds sean extrañamente característicos (su capacidad del detalle, del gesto, la cualidad vintage, la gente); al fin y al cabo, la muchacha de Milwaukee siempre quiso estudiar cine y, de hecho, lo hizo. A orillas del lago Michigan, en la Universidad de Wisconsin, Spencer obtuvo su título; sin embargo, hay quienes dicen que su verdadera motivación era instalar sus canciones en películas. Aunque eso significara filmar una ella misma...

Lo cierto es que las canciones nunca le fueron ajenas. Nacida en 1974, su padre era fundador de una revista under y músico contracultural y la pinchó con el bichito musiquero; lástima que falleció pronto y ella se encontró joven y sola en el sótano de su casa, con la guitarra de papá en la mano. Autodidacta, tenía 15 cuando empezó a tocar y 18 cuando empezó a escribir, inspirada en su ídola de niñez Dolly Parton, en Emmylou Harris, Joni Mitchell, Tracy Chapman, Tom Petty...

Formó banda (los Rare Birds que la acompañan con batería, guitarra, piano y bajo) y lanzó dos discos independientes (Matches and Valentines, de 2003, y Luck We Made, de 2005) que sentaron las bases para que el sello Bella Union la notara y lanzara, este año, Under Streetlight Glow, un disco único que inaugura con un tema único, “Alibi”. “No one needs to know, we laid around all day... Let’s make up a good alibi”, propone coartada la mujer que, en su particular temazo, hace constantes y atípicos cortes instrumentales con buenos resultados, mientras pide quedarse en casa todo el día con su amorcito.

Atmosférico y alucinatorio, relajado y poderoso, el disco continúa explorando cierto tono nostálgico, típicamente Spencer y todos coinciden en ofrecerlo como “el LP ideal para un día de lluvia”. “No es un álbum triste; tampoco digo que sea feliz. El primero fue devastador; el segundo, bastante triste; éste es un paso hacia adelante”, opina la –también– documentalista que, en sus lyrics, se pasea entre relaciones con líneas como “Encontrame al borde del parque, dos horas después de que oscurezca” o “Las ciudades se me cierran. No tengo dónde ir. ¿Puedo, por favor, ir hacia vos?”.

¿Será que la inspira el amor? Pues, no necesariamente: “Diría que es la pura adicción y satisfacción de completar una canción”, ofrece ella ¿Tópicos más frecuentes? “Pues, estar perdida, confundida, deprimida, pensar en positivo y solucionar todo en mi cabeza”. Una maraña de sensaciones, traducidas en finas canciones que, como sus arreglos, se desnudan hasta la médula. Y desnudan al que las escucha, expuesto –como está– a una voz honesta que no pide disculpas por su melancolía.

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