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Viernes, 14 de septiembre de 2012

CRONICAS

A SUS PLANTAS, RENDIDO

Ella tiene 80, él, más o menos la mitad. Pero el amor fluye cruzando hacia uno y otro lado la frontera de la admiración. Ella es Josefina Robirosa, una señora que de niña se crió entre institutrices que hablaban inglés y eran capaces de aleccionar a los niños y niñas metiéndoles la cabeza en el inodoro el tiempo necesario para que sientan el asco pero no la asfixia. El es, sencillamente, un cronista encandilado por el arte, arte, arte. La señora –eso hay que decirlo– inauguró muestra en el Centro Cultural Recoleta y ésta es una invitación que vale la pena no despreciar.

 Por Santiago Rial Ungaro

Nunca imaginé que me podía pasar algo así: estoy enamorado de Josefina Robirosa, esta mujer de 80 años que extiende su metro 80 en el sofá de su departamento y se estira cuan larga es. No es lo que uno esperaría de una persona de su edad, pero Josefina, una de las pintoras más audaces y reconocidas de todo el mundo, nunca se especializó por cumplir convenciones: “Hacé lo mismo vos también si querés”, ofrece invitando a estirarse y relajarse en su hermoso departamento con vista al Parque Lezama y al Río de la Plata. El olor a esencia de jazmín impregna el ambiente en que esta mujer pasa las horas pintando, meditando, leyendo, estirándose y... ¡ring! Josefina está instalando estos días la extraordinaria muestra que, hasta el 14 de octubre, se podrá visitar en el Centro Cultural Recoleta, por lo que el teléfono suena cada 15 minutos, algo que atenta contra cualquier posibilidad de diálogo, pero que no cambia el buen humor de esta mujer que dice tener “la hamaca paraguaya en la frente”. Josefina Robirosa se niega a que atiendan el teléfono por ella, así que se levanta y atiende, lo que me brinda la oportunidad para curiosear en su taller que está ahí mismo, en la misma casa donde vivió 35 años con su segundo marido, el escultor Jorge Michel. De familia aristocrática, esta mujer nació en Buenos Aires en 1932 y pronto aprendió que no todo lo que brilla es oro: a pesar de haber pasado su niñez en el Palacio Sans Souci, la suntuosa casona de los Alvear en Lomas de San Isidro, Josefina siempre recuerda que vivió una infancia oscura, a merced de institutrices inglesas tan crueles como estúpidas, capaces de meterles la cabeza en el inodoro a los niños Robirosa (anécdota que alguna vez Guillermo Kuitca convirtió en un cuadro). Una infancia que contrasta con esta vejez lúcida, luminosa e inspirada. Tal vez no es el momento ideal para una entrevista, ya que ella misma se está encargando de curar la muestra, que probablemente sea uno de los acontecimientos plásticos del año. Entre las nuevas obras se destacan unas esferas pintadas sobre resina poliéster de 75 centímetros de diámetro y los “pájaros”: obras tridimensionales en forma de aves que se elevan hacia el techo de la inmensa sala Cronopios, creados hace un par de años para un proyecto familiar: “Los pájaros estos salieron de un bar que armé para unir a todas las generaciones de la familia. Era importante que toda la familia compartiera un proyecto en común, pero ahora lo cerramos porque mi nieta quedó embarazada y ella era la que recibía la mercadería. Pero no importa, porque el objetivo que yo tenía se cumplió: por suerte ahora toda la familia está unida. Igual es imposible que no haya malentendidos: estos días estaba medio decepcionada de que mis hijos no hubieran aparecido en todo el tiempo del armado de la muestra. Y el otro día me llamó mi hijo indignado porque no le avisé, diciéndome que no había nada que le gustara más que hacer eso, que por qué no le había avisado”. En un par de días, durante la inauguración, voy a poder distinguir a sus familiares por su altura. Entre ellos están sus dos hijos, a los que tuvo antes de cumplir los 20 años. Si hacia 1956 Josefina Miguens (el apellido de su primer marido) ya exponía junto a Jorge de la Vega en la Galería Bonino (su galería durante décadas) sus obras inusualmente abstractas, sus figuras humanas de colores vibrantes la convirtieron, casi sin proponérselo, en un referente de la pintura de los ’60. Pero lo cierto es que esta mujer siempre tuvo su mundo interior y, aunque se la suele relacionar con el Instituto Di Tella, siempre les escapó a los grupos y los manifiestos colectivos. “Yo nunca entendí de dónde me venía la inspiración para hacer estos cuadros porque yo era chica y no veía lo que pasaba en el ambiente de la pintura. Yo me casé a los 17 y a los 19 tenía dos bebés. Y lo que yo hacía era pintar en el garaje, porque en nuestra casa en Martínez había un garaje y, como no había autos, yo quise empezar a pintar ahí. Era algo distinto a lo que les pasaba a otras mujeres. Yo puse una alfombra en ese garaje y los chicos pasaban todo el día conmigo gateando y jugando alrededor mío. No sabés la cantidad de carpetas que tengo de nenes gateando chupándose el dedo. Y por esa época pasó Whitelow, que era un crítico que se murió hace poco, y me llevó a verlo a Bonino. Yo no sabía de dónde había sacado esos cuadros, que eran totalmente abstractos. Por eso, aunque hablar de la inspiración parezca un poco romántico, la verdad es que no sé qué decir de esas obras. Lo que sí recuerdo es que me había hecho amiga de un chico que trabajaba en Ricordi, y él me pasaba todas las cosas del jazz, los discos de Max Roach con Clifford Brown, Ornette Coleman, Miles Davis. Yo tenía la posibilidad de pintar sin desproteger a los chicos, pero creo que puede haber venido de ahí, de ese jazz tan abstracto de esa época.” Claro que no todo era niños, jazz y abstracción: Josefina tuvo que esperar décadas para que la reconocieran como pintora: “A mí los críticos no me prestaban atención: creían que era una ‘paqueta’ idiota que pintaba. Incluso mis amigas me hicieron sentir mucho eso de la ‘nena bien que pintaba’. Los hombres tienen la ventaja de que suelen tener una mujer al lado”. Como si la hubiera escuchado ahora aparece en escena Margarita, la chilena que la ayuda una vez a la semana con los quehaceres domésticos. Cuando Margarita pide si por favor no le podemos sacar una foto se percibe la corriente de afecto que hay entre ambas: “En 35 años que trabajo con ella nunca nos sacamos ni una sola foto”, comenta entusiasmada. Josefina no tiene celular ni tampoco computadora: “Si no toda la gente a la que no le contesto el teléfono me mandaría mails todo el tiempo”, dice un poco abrumada esta mujer tan celosa de su tiempo y su espacio. Pero más allá de la envidia, la indiferencia o la celebridad, para Robirosa pintar sigue siendo una terapia, un exorcismo: “Recién a los 24 años, cuando los chicos eran un poquito más grandes y me puse a pintar en serio, pude empezar a entender qué era lo que me pasaba. Tenía una disfunción psíquica, un bloqueo emocional: disritmia cerebral. Esa es la definición médica, pero lo que tenía era muchísima angustia”. Y es que aunque haya estudiado pintura con Héctor Basaldúa y la húngara Elisabeth von Rendell, Josefina (que también es muralista, como se puede ver en la estación de subte Olleros), es necesariamente autodidacta: “La pintura, para mí, fue un sendero abierto hacia el inconsciente”. Esos senderos de sus pinturas en los que se confunden lo material y lo espiritual, la luz y las sombras, sólo podían ser transitados plasmando sus visiones. Y meditando: “Yo me curé con la meditación, pero con la práctica que hice con Alberto Loizaga: antes probé otras prácticas que me acentuaron el corto circuito que tenía en el cerebro. Hay que tener cuidado, yo estuve años sin poder dormir por las prácticas que me mandaban a hacer”. Como sea, viendo la evolución de sus cuadros, está claro que algo ocurrió en su mente y eso se puede vislumbrar en sus obras. Y algo pasó también con su carácter: si antes era extremadamente tímida, ahora Josefina Robirosa tiene más desenfado y espontaneidad que muchos artistas jóvenes: “A mí lo que me divierte decir y contar son las cosas que no se pueden contar. ¡Me mando cada macana! Ahora mirá lo que me pasó. Me llamó un señor, muy amable, para avisarme que gané el Premio Calderón de la Barca. Y me pedía que yo “opte” por recibir el premio. Entonces le dije: ‘Disculpe, señor, pero usted me está pidiendo que haga un error conceptual de escritura. Yo no puedo optar por algo que desconozco, y además optar quiere decir elegir entre una cosa y la otra. Y no hay otra cosa para optar, así que usted me está pidiendo un despropósito’. Y así siguió el diálogo hasta que de repente me desperté y me dije a mí misma: ‘Josefina, ¡estás perdiendo 10.000 dólares!’. Ja, ja, ja. Por suerte después le hice un chiste, el señor se rió y se resolvió la situación”. Pero más allá de esta anécdota o de un capricho particular, si su mirada interna le permitió a esta mujer darles forma a esos paisajes del alma que forman parte de su imaginario, su mirada exterior es tan aguda como peligrosa: “Mirá, yo durante mucho tiempo fui muy complaciente con la crítica, pero ahora hace un tiempo que me siento un poco más segura de lo que estoy haciendo. El ambiente cambió mucho: antes no había críticos, había seis galerías, y estaba la gente que trabajaba en los diarios. No había tantos intermediarios. Ahora hay 500 galerías, y hay muchísima gente que escribe y dirige galerías. En el arte hay mucho lavado de dinero porque no hay recibos ni nada. La verdad es que yo antes no me perdía una exposición, y ahora ni voy. Y cuando voy me encuentro con lo que me esperaba. No me parece interesante. La pintura de la gente joven está tan dirigida a lo mediático y a la ‘carrera’ que nunca te sorprenden. Yo creo que es porque hacen un arte conceptual, y prima la razón. Y eso produce un arte razonable”. Como sea, la situación no la amarga demasiado: aún no acaba de instalar su nueva muestra y ya tiene nuevos proyectos: “Mis próximos cuadros van a estar influenciados por la mescolanza de los pájaros apoyados en los cuadros, las rayas de los pájaros pero sin la anécdota de que sean pájaros: van a ser abstractos”, dice y muestra algunas fotos para graficarlo. Robirosa es consciente de que el tiempo pasa, pero se lo toma con buen humor: “Ultimamente todo me da más risa que dramatismo. El otro día vimos a un señor flaquito llevando a otra señora, también muy flaquita. Y mi hija María me dice: ‘Ay, mamá, por favor, no te mueras a los 96 porque me veo como ese señor flaquito empujándote, yo con 80 años y vos con 96’. Era bravo, era como una foto de futuro. Y ahí nomás resolví morirme a los 85, 86. La verdad que es bueno poder reírte de eso, de la muerte. Con María hablamos de algunas cosas, hacemos planes para ir llevando cosas de acá: no me gustaría dejarle todo esto a mi familia”, dice señalando las increíbles obras que la rodean. Pienso en decirle que si le molesta alguna obra me la puedo llevar, pero Josefina se pone seria y, ante el momentáneo silencio telefónico, se anima a hacerme una confidencia: “Te voy a contar algo que nunca le conté a nadie: hace poco, hará cuatro o cinco días, me levanto a la mañana, tipo cuatro de la mañana, y estaba totalmente despierta, ¿no? Y de repente escucho una voz que me dice: ‘Josefina, soy papá’, y era la voz de mi hermano mayor, con quien fuimos inseparables cuando éramos chicos porque estábamos rodeados de niñeras crueles. ¿Qué raro, no? Esas cosas te dan mucha esperanza. Yo creo que las almas y las energías siguen. Y mi viejo fue la persona que más quise, aunque no éramos muy conversadores, no era muy demostrativo. Pero cuando murió abrimos el escritorio y estaban todas las notas que me habían hecho desde chica. Pero lo más increíble es que ese día estaba un poco apurada y me quería tomar un taxi para llegar a tiempo, y cuando salí a la calle el taxista me abre la puerta, que es algo que no suelen hacer los taxistas y, antes de decirme hola, me pregunta: ‘¿Usted cree en Dios?’”. Josefina mira la hora y me advierte: “Entre las tres y las cinco ponen las luces, así que tenemos un rato para hablar. Tengo que resolver muchas cosas todavía. Sigamos otro día. Disculpá que no te di nada de comer. ¿Querés unas milanesas, una galletitas de avena?”. Ahora lo que suena es el timbre de la casa y aprovecho, mientras llega la fotógrafa (a la que agasaja con bizcochitos, jugo de pomelo y un libro con sus pinturas), para ir al baño. En la pared me encuentro con viejo papel amarillento que en su momento le obsequió a Josefina su amigo Federico Manuel Peralta Ramos, ese inclasificable artista de la vida. Son 22 “mandamientos” de una “religión” inventada por él: 1. Ser “gánico”. 2. Hay que irse a los bofes. 3. A Dios hay que dejarlo tranquilo. 4. Perder tiempo. 5. No perder tiempo. 6. Regalar dinero. 7. No distraerse. 8. Ampliar la esencia para llegar al halo. 9. Vivir poéticamente. 10. Hacer programas aburridísimos. 11. Tratar de divertirse todo el tiempo. 12. Creer en el gran despelote universal, tomar como punto de referencia eso. 13. No endiosar nada. 14. Superar lo controlable. 15 Superar el plano físico. 16. Jugar con todo. 17. Darse cuenta. 18. Creer en el mundo invisible, más allá de los lejos y de los cerca. 19. Hay que andar liviano en este mundo, o no. 20. Provocar movimiento. 21. Despreciar todo. 22. No mandar. Es evidente, pienso mientras vuelvo al living, que estos “mandamientos” coinciden a la perfección con la filosofía de esta hermosa mujer octogenaria que no se considera ni cristiana (“el infierno no existe y se genera mucho daño con esa idea”) ni budista (y eso que en la inauguración estaba Gerardo Abboud, traductor del Dalai Lama y maestro de su hija María), ni nada. Josefina hace lo que tiene ganas y hasta la he visto regalar dinero, pienso mientras mastico más bizcochitos de avena. Ahora le comento que de tanto perseguirla parezco su festejante. Josefina se ríe, parece divertirle la idea y comenta “qué coraje habría que tener, ¿no?”. Pero cuando insisto con la idea lo piensa un poco mejor y desiste: “¿Sabés cuántos llamados por teléfono tendría?, sería un embole”, me disuade amablemente, así que me ofrezco a acompañarla al Recoleta, pensando que un viaje en taxi con Josefina puede ser un programón y una oportunidad para seguir conversando y ver el proceso del armado de la muestra, pero no: Josefina me lleva a la parada del colectivo y mientras le imploro otra entrevista, ella me sugiere, seriamente: “Inventá lo que quieras Santi. Vos escribís bien. Va a ser más divertido, ¿no?”. Y aunque sé que la nota ya la tengo me vuelvo a poner en el rol de festejante y le insisto: la verdad es que quiero volver a encontrarme con ella, que no hace falta inventar porque su vida ya es interesante. Sé que después de la muestra va a ser imposible encontrarla porque sólo va a tener ganas de descansar: no cualquiera hace una muestra en la sala Cronopios a los 80 pirulos. “¿Vos pensás que es interesante que cuente mi vida? Yo lo único que quiero es que salga la dirección de la muestra y cuando cierra”, dice y subimos al 130, donde el colectivero la saluda como a una amiga de toda la vida. Cuando nos sentamos me cuenta algo que le pasó hace unos días: “Salía de meditar y tuve una sensación tan fuerte y tan linda que me dije: esto es la felicidad. Es muy sorprendente después de 15 años de estar sola descubrir que sos feliz caminando sola por la calle. Es muy banal esto, pero yo descubrí que todas las parejitas que se arman arrancan súper pegados, y después al tiempo ya se separan. Yo creo que desde el principio una tiene que exigir tener cierto tiempo para una, porque si no no dejás entrar la parte tuya. En el apogeo de todo el romance uno tiene que estar atento y tener ese tiempo para uno, aunque sea para quedarse escuchando música. Al final no sabés quién sos, no sabés qué es tuyo y qué es del otro. En este tiempo de estar sola, después de dos matrimonios, hijos, nietos y ahora bisnietos descubrí que no necesitás a otra persona para ser feliz. ¿Viste que algunos dicen que la gente se muere porque se cansa de vivir y quiere morirse? No sé si es así, pero mi vieja decía que se iba a morir a los 88 años porque le gustaba el número, porque eran dos 8, que es el símbolo del infinito dos veces. Y tal cual: cumplió 88 y un par de semanas después se murió. Yo todavía estoy viendo qué hago. Creo que voy a vivir algunos años más: voy a ir viendo si tengo ganas”.

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