Viernes, 12 de septiembre de 2014 | Hoy
ESCENAS Nueve mujeres ven el país incendiarse el 19 de diciembre de 2001 con la distancia de una clase que no salió a la calle por pudor y temor. Qué dicen, qué sienten, cómo se expresan sus cuerpos sobre el temblor de un país se pone en escena en Almas ardientes, una obra de Santiago Loza con actrices como Analía Couceyro, María Onetto y Mirta Busnelli en plena forma.
Por Alejandra Varela
Están juntas en escena y el solo hecho de verlas hace de la enumeración, de la suma de los cuerpos en el espacio, una entonación de lo político. Están solas, cada una en su casa, territorios desangelados donde se enfrentan al tedio de las horas entre masajes y pileta. Como en la novela Ulises, de James Joyce, la odisea de la convivencia cotidiana con los propios pensamientos, con esas voces que estallan en los caserones, mientras la empleada limpia, y el marido y los hijos se alejan en los ruidos de la calle, se convierte en una pequeña epopeya, en el instante mismo en que la insatisfacción se transforma en una herida tan visible como el tajo en el dedo mientras preparan la comida.
Las mujeres de Almas ardientes hacen de la palabra un fuego que lanzan sin dirección, pero ese fuego es pura ceniza. Hay algo que deben decir, entonces vuelven a estar juntas, pasan las horas en un precario taller literario mientras intentan encontrar una singularidad en un mundo que amenaza con arrebatarles todo.
Santiago Loza desgrana a estas nueve mujeres en el ardor incandescente del 19 de diciembre del año 2001. Mientras los cuerpos en la Plaza de Mayo eran la materia de una revuelta, la forma maciza y doliente de un sistema que las llevaba al límite de la subsistencia, estas mujeres son pura interioridad estallada, una voz autorreferencial que habla de sí misma sin poder entenderse pero que encuentra en la amistad cierto amparo.
Ese mundo privado de clase media alta se hace insoportable y necesitan reconocerse entre pares, buscar el reflejo de esa otra mujer ahogada en el comienzo del verano. Lo político en las obras de Loza es algo que irrumpe en los universos íntimos, sus personajes no son protagonistas, parecen fuera de la historia, pero viven épocas potentes y la realidad entra en el taller de la costurera en Nada del amor me produce envidia, y el sentido común de estas mujeres, las armas que fueron encontrando para sostener esa vida de opaca comodidad, empiezan a fallar como defensa.
“No sé si puedo conceptualizar cómo entiendo el teatro político”, explica Loza. “Me pasa que algo de cómo pensar lo político está modificado, hay como un agotamiento de ciertos discursos y lo que hubo en los noventa es mucho humor, mucha ironía sobre ciertos asuntos, y lo que yo intento es trabajar con cierta franqueza emocional y ese gesto tiene de por sí algo político. Mostrar a un grupo de personas en 2001 y, por más que la obra tiene humor, no tomarlo como un gesto paródico. Me parece que lo político está en cómo uno acompaña a esos personajes. A mí me cuesta mucho entender lo macro. No tengo lucidez para analizar lo que fue el 2001 pero siento que desde el micromundo, desde lo cotidiano, desde la pequeñez, puedo entender y empezar a articular cierta línea de sentido.”
El humor funciona en el texto de Loza como un elemento en apariencia inofensivo, incluso atractivo, pero que no deja de despertar cierta incomodidad. Porque reírse puede sonar a burla, especialmente cuando estas mujeres destacan las bondades de una pava eléctrica o se regodean en la extrema habilidad que tienen para pelar frutas o verduras. La frivolidad en la piel de nueve actrices implica un mundo cerrado de mujeres donde la crítica parece exclusivamente destinada a un género. Es la clase media la que se ofrece al escalpelo de la risa. Quienes miran, empiezan a preguntarse de qué se ríen, si toda esa palabra banal en medio de los saqueos y los muertos no habla de una sociedad que no entiende, que elige correr el cuerpo en el mismo momento que empieza a temblar.
“A mí me resulta muy natural escribir sobre mujeres. Cuando me lo señalaron tuve que empezar a pensarlo. Me siento más cercano a esa sensibilidad que a lo que se entiende como lo masculino. Cuando trabajo sobre lo masculino trabajo sobre lo vulnerado. Hay un rol, algo que se le adjudicó a lo femenino que es históricamente secundario y a mí me conmueven esos personajes secundarios que están al margen. Y este grupo de mujeres de clase media, media alta, cumplen este rol social de estar al costado, de ser la que espera, la que soporta, la que sostiene sin satisfacción. Esas mujeres tomando el té a la tarde, solas, algo de eso me conmovía en esas grandes casas que se han vaciado durante el día y en las que esperan a los hijos, los maridos, esos espacios que se vuelven afantasmados. Me interesaba contar cómo repercutía esa efervescencia del afuera en ese espacio de soledad y me conmovía escribir una obra donde no se burlase pero hubiera humor. Humor y dolor que es lo que tiene la obra.” Y es esa sensibilidad que señala Loza la que rescata a Almas ardientes de la parodia y permite la comprensión de esos seres. Saber mostrar lo que está detrás de la frivolidad, correr el velo para que el espectador descubra que en el doblez de la palabra vacía está el dolor impide que la tentación de una mirada cínica o cruel se totalice. Los piquetes aparecen en la poesía torpe de estas mujeres que mientras intentan ser a partir de la palabra también se ejercitan en la tarea áspera de estar juntas. Hay una tempestad afuera que despierta algo irracional, incontrolable. El 2001 también fue una sublevación del ámbito doméstico, una vida fracturada en su normalidad. En estas mujeres, el pasaje de la forma, de las tareas decorativas a la escritura implica el gesto inocente de quien desea comenzar a construir cierta autoridad. El temor se transforma en la certeza de que lo único propio es el estar perdidas. Entonces lo que podría parecer un estereotipo complaciente, la escena trillada de la mujer burguesa sin fisura, blanco fácil de la descalificación, se termina convirtiendo en un grito de guerra, en la proclama de un grupo de mujeres que, sin darse cuenta, empiezan a reconocer que ya no soportan más su vida. Era justamente Simone de Beauvoir quien en El segundo sexo sostenía que de todos los explotados la mujer era la que más dificultades tenía para articular su emancipación. El lazo afectivo y el terror de perder identidad fuera del hogar hacen de la palabra escrita un previsible fracaso.
Algo impulsa a preguntarse sobre los autores de ese daño. “Son personajes que generalmente están silenciados o autosilenciados. Por lo que ellas van narrando, son de esas mujeres que están calladas o hablan y alguien las hace callar, les hacen chistes o las subestiman, no se sienten habilitadas para la palabra. Es como si tuvieran dos horas habilitadas, es como si el mismo mecanismo de la obra les permitiera hablar pero hablan de un modo fundacional, volviéndose a preguntar lo que nunca se preguntaron y ése es quizás el humor, el humor desde la ternura”, dice Loza.
Ese taller literario es como un resto de esas asambleas que se expandieron después de la crisis. También dialoga con algunas escenas de la película Dogville, de Lars von Trier, donde los ciudadanos, reunidos en una asamblea soberana, sin una ley que los guiara, repetían un discurso previsible, que no estaba atravesado por lo político. Loza trabaja diálogos donde el afuera se filtra de modo torpe, sin elaboración. El personaje de Mirta Busnelli decide ubicarse como coordinadora porque entiende que el poder es de quien lo ejerce, que no es posible sobrevivir en la anarquía, y sus compañeras se rebelan y enfurecen porque ya no soportan ser sometidas. La palabra en forma de rebelión o de jerarquía no encuentra el modo de concretarse en una acción. Se debe salir, se debe hacer algo con ese fuego pero la resolución es pasoliniana porque la política para estas mujeres sólo puede ser encarnada en términos místicos.
“Son personajes que no actúan, son observadores, miran de lejos, con desconfianza, tienen un prejuicio sobre el afuera, se han conservado en un costado y están obligados a actuar. Es algo que pasa cíclicamente en la Argentina, hay posibilidad de cambiar pero parece que nos tironea mucho más querer volver a recuperar lo que se ha perdido, gana el sentido común y, a la vez, como pasa en Nada del amor... y en La mujer puerca, hay algo muy profundo que es más poderoso que lo que ellas son y no saben cómo manejarlo. La obra habla de un fuego, de algo que las quema: no tienen cómo articular esa fuerza extraordinaria que las ha tomado. Porque si fuesen tomadas por esa fuerza pasaría como en la costurera de Nada del amor... que se incendia y ellas no están dispuestas al incendio.”
El público que se acerque al Teatro San Martín puede parecerse demasiado a estos personajes y es aquí donde la identificación se actualiza como un procedimiento político. Los comportamientos que provocan la risa no son ajenos, pero están plasmados en una puesta que pone a la actuación en un primer plano y, al mismo tiempo que aborda la historia cercana huyendo del realismo, explota en la suma de nueve actrices que son en sí mismas un espectáculo, un volcán teatral que hace de la actuación un recurso narrativo. “Y creo que cuando ellas están juntas funciona algo del evento, algo festivo, carnavalesco. Es la entrega de las actrices, el arrojo frente al material. Están muy expuestas cada una en lo que son como mujeres, como actrices.”
El día del estreno estaba sentado en primera fila Daniel Santoro y como la sala Casacuberta tiene un formato semicircular, él pasaba a integrar la imagen y la escena. Tal vez se trató de un elemento casual pero Almas ardientes es el negativo de la obra de Santoro. Mientras que en sus cuadros lo que estaba amenazado era el disfrute del pueblo durante los años peronistas, en el texto de Loza el temor que ocupan los sueños, las palabras y el cuerpo de estas mujeres es el de una fuerza brutal que se expande en la calle, mientras son capaces de sucumbir, de entregarse a ese cambio, de brindarles su casa y su jacuzzi a la nueva barbarie, como si el miedo siempre tuviera el nombre de peronismo.
Almas ardientes, de Santiago Loza, con la dirección de Alejandro Tantanián y las actuaciones de María Onetto, María Inés Sancerni, Gaby Ferrero, Analía Couceyro, Stella Galazzi, Maricel Alvarez, Eugenia Alonso, Paula Kohan y Mirta Busnelli, se presenta de miércoles a sábados, a las 21, y los domingos, a las 19, en el Teatro San Martín.
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