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Viernes, 16 de febrero de 2007

VIDA DE PERRAS

El statu quo y otras yerbas

 Por Soledad Vallejos

Una tiene sus supuestos, a qué negarlo. El problema no es tanto eso (que a fin de cuentas de algún tipo de seguridad hay que agarrarse de tanto en tanto) como asumir que el resto del mundo, en mayor o menor medida, los comparte. Digamos: cuando a una algo, digámosle el tema x, le parece tremendamente obvio, evidente y compartido, cree que puede ir avanzando, dándole para adelante y quedarse en paz con que lo anterior ya ha sido debatido, acordado, asentado. Algo del orden de los acuerdos y consensos, digamos, de una construcción colectiva y todo ese asunto. Y claro: a veces, la realidad se encarga de demostrarnos que no, que nada que ver, que en el mundo real siempre es posible estar –al menos– un paso más atrás.

El pesimismo viene a cuento de pensar estrategias cuando todavía está fresca, fresquísima, la movida que María Rachid y Claudia Castro protagonizaron cuando fueron al Registro Civil –¡el día de San Valentín!– para intentar convertir su ya realizada unión civil (si la memoria no me falla, ellas estrenaron la ley en la ciudad de Buenos Aires en cuanto a pareja de chicas se refiere) en matrimonio con todas las de la ley. Y ahí vamos: lo de las chicas, con madrinazgo de la estelar titular del Inadi y asesoramiento letrado de profesionales de la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans (Falgtb), retomó una estrategia básica, fundante, del feminismo (no sólo) local. A saber: hace poco menos de cien años, Julieta Lanteri leía con lupa el código civil y encontraba el resquicio que estaba buscando. La ley electoral –que autorizaba el voto calificado y todavía nada decía de voto universal, entendiendo por universal, faltaba más, al “hombre”, medida de todas las cosas– no impedía taxativamente el voto de las mujeres. Por ahí se mandó Julieta, y en 1911, haciendo valer su título de médica (fue la sexta en recibirse en Argentina) ante la sorpresa de las autoridades de mesa, pudo meter su voto en la urna. Después cayó la reforma electoral, eso de otorgar el sufragio a los muchachos porque el anarquismo causaba estragos en la clase obrera y metía miedo a la clase media en conformación, y se promulgó la ley Sáenz Peña. Ahí sí, los muchachos se avivaron: el texto explicitaba que la facultad de votar era exclusivamente masculina. Pero Julieta era dura, muy dura, y volvió a buscarle la quinta pata al gato hasta que la encontró, porque la ley no autorizaba a las mujeres a votar, pero en ningún lado decía que no pudieran ser candidatas. Armó el Partido Feminista Nacional, se registró como candidata a diputada nacional y se alzó con 1730 votos, todos ellos evidentemente de varones (uno blanqueó su identidad: Manuel Gálvez, el escritor tan abocado a fábulas moralizantes sobre cómo la vida urbana pervertía a muchachas inocentes). No ganó la banca, y tampoco consiguió la libreta de enrolamiento necesaria para votar, algo para lo cual se cansó de pedir que la autorizaran a prestar servicio militar (llegó a solicitarlo al mismísimo ministro de Guerra de Yrigoyen), pero con todo lo anterior, digamos, el daño ya estaba hecho. A Julieta nadie le quitaba lo votado y candidateado.

Poco antes en el tiempo, Elida Passo había hecho algo muy similar: legalmente, nada impedía que una mujer accediera a la educación superior. Ella quería estudiar Farmacia, presentó su petición, se la negaron, elevó un recurso de amparo, la Justicia no tuvo otra que darle la razón. Moraleja: fue la primera mujer en recibirse de Farmacéutica. Uno, dos años después, en 1882, Cecilia Grierson le siguió los pasos, pero con la carrera de Medicina. El resto es más o menos sabido y termina en una calle de Puerto Madero: Cecilia se recibió como cirujana, aunque en la práctica sólo le fue permitido ejercer en terrenos del saber graciosamente denominados mujeriles como la maternidad, la enfermería y demás intereses higienistas.

Lo común de las estrategias salta a la vista, y termina revelando lo intenso de ese espacio difuso en el que la letra se mezcla con la costumbre. Y es que ¿en qué lugar del Código Civil argentino dice que el matrimonio sólo es posible entre un varón y una mujer? Pues en ninguno. Eso mismo fue lo que visibilizó el intento (por ahora) frustrado de Rachid y Castro, en especial cuando la funcionaria del Registro Civil Liliana Gurevich (a la sazón, la misma que había unido civilmente a las chicas) explicó que si no había podido casarlas era porque “desde la doctrina, se entiende que el Código Civil habla siempre de hombre y mujer”. Subrayemos doctrina: la costumbre que haya, el uso más habitual, la interpretación que demos, lo que queremos entender de, no la ley. Ante el gran público, la cuestión del matrimonio gay y lésbico en la Argentina recién empieza como algo más que un acuerdo entre entendidos, recién ahora va saltando el ghetto, y es de esperarse que, en adelante, se hable mucho, de todo y con barbaridades incluidas. Eso, dentro de todo, es comprensible: hay un proceso de debate por venir. (En especial teniendo en cuenta que, acá, la fobia ante todo lo que no irradie elección heterosexual es tan bienvenida que el único muchacho gay de la casa de Gran Hermano está pasando si no las de Caín por lo menos las de ser “el amigo diferente”, aunque encajar en un estereotipo le facilite algo las cosas.)

Agarrarse del lenguaje, hacer explotar desvíos y obtener frutos insospechados es, sí, una estrategia política. ¿Funciona? A veces sí, mucho; otras no tanto, pero el intento siempre algo deja. Por eso, en pleno siglo dieci... veintiuno es que hace ruido leer lo que sigue: “bien temprano, casi durante el desayuno de la Historia, se descubrió que el hombre es el único animal racional que existe. Pero hoy (...) debería aclarar que el hombre y la mujer forman la especie de los únicos animales racionales (...) La novedad no es biológica, sino, podría decirse, notarial, y viene con sesgo revanchista. Se ha descubierto, hace poco, que el castellano ha sido sexista más o menos desde la época de los cantares de gesta”. Quien tal cosa escribió se queja, por si no queda claro, de una interpretación política de la lengua y su uso, del reclamo por visibilizar a las mujeres y no asumir que venimos incluidas en el combo “el Hombre”, de esa “mentalidad PC” (sic) vengativa a la que imagina deseosa de tener como variante de la expresión “hombres de a caballo” a la galante “mujeres de a yegua”. Y también dice que seguramente esas alocadas fanáticas desean “corregir esos miles de bronces que en parques y cementerios honran a los mártires; culpa de malditos varones que evaluaron que ellas, las mártires, no merecían que se gaste el cincel” (lo de malditos corre por su cuenta, pero en cuanto a lo otro, el pobre escriba probablemente desconozca ejemplos como que en la Facultad de Medicina sólo hay bustos de señores médicos, ninguno de señoras médicas; revanchismo oportunista de mi parte, ya que hablábamos de Grierson). Decía también en La Nación el ingenioso Pablo Mendelevich (que de él se trata) muchas otras cosas que, ni siquiera en el fondo, abonaban, defendían, molestaban, che, con eso de la superioridad del falo, y bla bla bla. Por eso me digo, chicas: guarda con los supuestos.

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