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Lunes, 23 de septiembre de 2013

CONTRATAPA

Ese lunes

El mendocino Rodolfo Braceli es, además de un buen periodista y un notable cultor del género de la entrevista, un excelente cuentista. Como muestra, este botón: un cuento que forma parte del libro Querido enemigo, en referencia a River y Boca. A dos semanas del Superclásico, Braceli calienta la previa con un texto brillante.

Hasta ese día, ese lunes, él se llamaba Benicio. Benicio Mantegari. Quién no lo sabe: el lunes es el día que más duele al despertar. Y ese lunes dolió hasta lo insoportable, se retorcieron entumecidos los músculos recónditos del alma. Entonces el dolor desembocó en una pregunta sembrada desde el fondo de los tiempos: ¿qué sentido tiene la vida? O peor: ¿qué sentido tiene vivir? O peor aún: ¿qué sentido tiene preguntarse una vez más por el sentido de la vida y del vivir?

Es que el ayer de ese lunes de Benicio fue un domingo inhumano. River Plate, sí, River Plate, descendió de categoría. Perdió el habla; las lágrimas, que no llegaron a sus ojos, fueron devoradas por sus pensamientos.

Lo que siente Benicio por River no tiene nombre: lo suyo es una religión o una enfermedad; en todo caso es una enfermedad porque es una religión. En ese sentimiento ha metido, como tantos, todos los sueños que ya dejó de soñar, hasta su soledad elegida tras la separación de una mujer que no llegó a darle un hijo.

Tengo que decir pronto que yo no soy hincha de River; pero sé lo que es sufrir hondo, duro y parejo, porque soy hincha de Racing. En el ayer de ese lunes, desde mi ventana lo vi llegar a Benicio destruido, arrastrando sus suelas, sin mirada. Entró a su casa a eso de las nueve y pico de la noche. No encendió las luces. ¿Qué podía hacer yo para consolarlo? Se me ocurrió comprar una pizza, media docena de empanadas y un vinito decente. A la media hora de la ocurrencia ya estaba de vuelta. Quería darle una sorpresa, acompañarlo de alguna manera. Las luces seguían apagadas, pero Benicio estaba, seguro. Toqué el timbre, las luces igual; no contestó, no salió. El timbre funcionaba, yo lo escuchaba desde la vereda. Pulsé dos veces seguidas y le grité: “¡Soy Sandro, Benicio!”.

No salió.

He dormido mal, me desperté diez veces, inquieté con mis idas y venidas a mi mujer: “Vas a terminar despertando a los chicos, Sandro...”. Miré a distintas horas a través de la cortina la casa de Benicio: ninguna señal de movimiento, ninguna, ni el menor rastro de luz. El amanecer se hizo esperar. A las siete y media yo ya estaba listo.

Casi todas las mañanas coincidimos en la salida de nuestras casas al trabajo. Benicio se va en una moto flaquita, mañosa para arrancar. Yo prefiero irme a pie; me viene bien caminar las dieciocho cuadras hasta la fábrica.

Observando a través de la ventana, esperé que se abriera su puerta. La puerta estaba quieta, como soldada. Soldada... esta jodida palabra me dejó desmantelado, a merced de un mal pensamiento que hacía horas me estaba merodeando y de pronto se me metió no en la cabeza sino en el pecho... Me escuché decir en voz alta: Benicio, laputaqueteparió, ¡salí de una vez! Miré mi reloj y pensé: hoy éste falta al trabajo. El dolor más las cargadas: demasiado para un solo corazón de humano...

Resignado, busqué mi camperón. Al abrir mi puerta me encontré con Benicio, ya en la calle, tratando de poner en marcha la motito. Hizo como que no me vio. Al tercer intento la puso en marcha, yo entonces me crucé para...

No me miró, aceleró, yo corrí detrás de la moto unos metros... “¡Pará, Benicio, pará!” Benicio siguió al mango. Al llegar a la esquina, un bocinazo, una frenada interminable, Benicio y su moto por los aires... Llegué sin aliento... desde el piso, quieto, sobándose el hombro, con el pantalón roto a la altura de las rodillas y un zapato menos, me dijo implorante, sin mirarme:

–Flaco, por favor... no me cargues... me duele el corazón del alma, no doy más de dolor...

–Pero Benicio... sólo quería darte un abrazo...

–Ah, era un abrazo...

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