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Lunes, 24 de febrero de 2014

CONTRATAPA › HACE 50 AñOS SE CONSAGRABA CASSIUS CLAY

Medio siglo de leyenda

El nocaut sobre Sonny Liston, el 25 de febrero de 1964, consagró campeón mundial de los pesados a quien, ya como Muhammad Ali desde el día siguiente, se transformaría en el máximo exponente de la historia del deporte mundial. Imposible no repasar aquel momento.

Por Daniel Guiñazú

“Fue la única vez que pasé miedo en el ring. Sonny Liston. La primera vez. Primer asalto. Me dijo que me mataría.”

@La vida de Cassius Marcellus Clay no valía nada aquella noche del 25 de febrero de 1964, harán mañana 50 años exactos. Robert Lipsyte, el joven cronista de boxeo del New York Times, había recibido instrucciones de averiguar cuál era la distancia más corta entre el Convention Center de Miami y el hospital más cercano, por si Clay era llevado de urgencia allí. El New York Post publicó, el día de la pelea, una columna de Jackie Gleason, el cómico más popular por entonces de la televisión estadounidense, que pronosticaba que Liston ganaría a los 18 segundos del primer round. Las apuestas daban vencedor a Liston 7-1, pero nadie tomaba dinero por esa proporción. Y hasta los abogados del grupo financiero de Louisville que por entonces respaldaba a Clay mantenían negociaciones con los apoderados de Liston para el caso de que su representado muriera por la paliza recibida sobre el ring.

Un denso humo de puros caros enturbiaba la atmósfera del estadio, mientras las figuras del show business se mezclaban en el ring side con los más temibles mafiosos de Las Vegas, Nueva York y Chicago. Estaban convocados por una perfecta pelea de opuestos. De un lado, Sonny Liston, indestructible campeón mundial de todos los pesos, ganador dos veces por nocaut en el round 1º de Floyd Patterson, ex presidiario, analfabeto, curtido en la miseria y de mirada torva, que había encontrado en el poder animal de su pegada la vía más rápida para hacerse rico y famoso.

Y del otro, Clay. Bocón, deslenguado, fanfarrón, insolente, showman, extravagante, egocéntrico. Campeón olímpico mediopesado en los Juegos de Roma en 1960 y tras 19 victorias consecutivas (15 antes de límite, con vencidos del calibre de los argentinos Pablo Alexis Miteff y Alejandro Lavorante, y de Archie Moore, el fabuloso campeón mundial de los mediopesados), aspirante al título que valía más que ninguno. En los tiempos en que no había cuatro versiones de una corona mundial sino una sola y convertirse en el campeón de los pesados equivalía a ser el mejor de los hombres del mundo, el más fuerte de todos.

Tenía todo Clay para alcanzar esa meta: juventud (22 años contra 32 de Liston), las dos mejores piernas que nunca se vieron, antes y después, en la máxima categoría, los puños más veloces, la mandíbula más resistente, la mente más despierta, la lengua más inquieta, el carisma más avasallante. Era un boxeador diferente. Dentro y fuera del ring. Porque a medida que acababa uno a uno con sus adversarios, también atraía las miradas ávidas de quienes veían en él, más que a un boxeador promisorio, a un futuro líder social. Referente de la raza negra que en aquellos años ’60, impulsada por Martin Luther King, luchaba en las calles de los Estados Unidos por la igualdad de sus derechos. El líder musulmán Malcolm X llegó más lejos que ninguno: en 1963 logró adentrarse en la intimidad de Clay y hacerle escuchar su discurso, que pronto Clay asumió como propio.

Sin embargo, había un problema: si Clay anunciaba públicamente que se pasaba al islamismo, la Asociación Mundial de Boxeo, manejada por dirigentes blancos y estadounidenses, le impediría enfrentar por el título a Liston. Por eso, cuando el 5 de noviembre de 1963 se firmó la pelea por la corona del mundo, Clay le prometió dos cosas a Malcolm X: ganar el campeonato mundial y convertirse en musulmán, 24 horas después del combate.

“Vuela como una mariposa y pica como una avispa”, le dijo en el rincón su amigo, preparador, bufón y asesor espiritual, el

inefable Bundini Brown. Y Clay lo hizo tal cual. Le dio una lección de boxeo al torpe y pesado “oso feo” (tal como lo había bautizado en la previa del combate), que pareció más torpe y pesado aún en comparación con la agilidad felina de las piernas y los brazos de su rival. Perdido por perdido, Liston apeló a las peores artes. En el rincón le untaron los guantes, los hombros y la cabeza con una pomada que irritó la vista de Clay y lo hizo pelear dos rounds, el 4º y el 5º, casi a ciegas.

Sin embargo, la trampa no fue suficiente. Y en el intervalo del 6º al 7º, Liston acusó una lesión en el bíceps izquierdo y se marchó del ring. La verdad se supo años más tarde: huyó avergonzado por la humillación que estaba padeciendo. “¡I shook up the world, I shook up the world!” (“¡Conmoví al mundo, conmoví al mundo!”) gritó Clay como un poseído a las cámaras de la televisión. Y efectivamente era así. A los 22 años era el nuevo Rey del Mundo. Pero otra conmoción, aun más fuerte, sacudiría horas más tarde a la sorprendida sociedad estadounidense.

Clay cumplió su promesa. Y al otro día anunció solemnemente que a partir de ese momento dejaba de ser Cassius Clay (“Mi nombre de esclavo”, dijo), pasaba a convertirse en musulmán y a denominarse Muhammad Ali. Con ese nuevo nombre hizo la Historia, así con mayúsculas. Ganó dos veces más el título mundial de los pesados (en 1974 a Foreman y en 1978 a Leon Spinks) y se transformó en ídolo, leyenda y mito. Arriba y abajo de los cuadriláteros. A lo largo y a lo ancho de un planeta que él empequeñeció con sus proezas y su fama. Y que hace 50 años empezó a reconocerlo como lo que es, fue y será para todos y por todos los tiempos: simplemente El Más Grande.

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