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Domingo, 11 de abril de 2004

RESEñA

El campesino del Danubio

Deberes y delicias
Una vida entre fronteras
Tzvetan Todorov

Entrevistas con Catherine Portevin
Fondo de Cultura Económica
Buenos Aires, 2003
287 págs.

por Guillermo Saccomanno

Lo que interesa en relación con Tzvetan Todorov (1939) es, una vez más, cómo este “hombre desplazado” (así se define el autor en el nuevo siglo) sigue resultando un modelo intelectual para quienes aman la literatura y no sólo su especificidad: también los intentos de un pensamiento moral en relación con el sujeto y la historia, privilegiando el derecho de los individuos por encima de los experimentos de ingeniería colectiva.
Con respecto a su origen y su itinerario, Todorov lo ha expresado así: “El campesino del Danubio es el persa en París, el bárbaro, aquel que llega de lejos”. Y en su descargo: “Todos somos mestizos culturales”. Sólo si se entra en contradicción con uno mismo se puede comprender al otro. Esta pareciera ser una idea central en Deberes y delicias, el libroreportaje de Catherine Portevin. Siempre dispuesto a no temer la revisión de las propias certezas y poniéndose él primero en entredicho, Todorov piensa su recorrido intelectual como un viaje por las diversas disciplinas que encaró con igual rigor: filología, lingüística, literatura, antropología cultural, teoría psicoanalítica, ciencias políticas, filosofía moral. Todas sus búsquedas apuntaron, según sus propias palabras, a “comprender mejor el material ante mis ojos”. Esta actitud se manifestaba ya en el joven Todorov cuando analizaba nouvelles y se repetía una pregunta del formalismo ruso: ¿cómo está hecho El Capote de Gogol? (Preguntarse esto y también cómo está hecho el mundo es, en términos todorovianos, lo mismo.) Había entonces que superar la biografía del autor, los prototipos de los personajes. Porque la intención analítica era entrar en el taller de producción de la escritura. La misma búsqueda lo impulsó en su madurez a romper con los tics del mandarinato estructuralista planteando que se había hartado de la literaturidad y que ahora le importaba la literatura. “Textos antes que métodos”, exigió. “La crítica de la crítica es el colmo; es, sin duda, un signo de la futilidad de los tiempos: ¿quién podrá interesarse en ella?”, anotó a mediados de los ochenta.
Si bien Todorov manifiesta en el presente que prefiere ser antes un “mediador” que un intelectual de choque, no son escasos los tarascones que le pega a la intelectualidad parisina, que califica de provinciana en su ombliguismo. Al abandonar la Bulgaria stalinista a fines de los sesenta para instalarse en París, profesores y condiscípulos eran sumisos a la doxa marxista y negaban la realidad del totalitarismo. La simpatía de Todorov estuvo del lado de Camus antes que de Sartre (el mito del intelectual confinado en su obra, no tener hijos, la mente separada de los sentidos), quien le resultaba patético en su maoísmo senil: “Ciertos caprichos, ciertos extravíos son perdonables, incluso seductores, cuando se tienen veinte años, pero a su edad y con su experiencia eran sobre todo la prueba de una inmensa (y culpable) inmadurez política”. A Todorov lo marcó un encuentro con Isaiah Berlin en Oxford. Mientras Berlin le servía vodka toda una noche, sin pretender influenciarlo, le despertó el interés en cuestiones como la historia y la política que derribaron sus esquemas de lingüista y semiólogo. Todorov es en la actualidad un pensador clave para reflexionar la circulación de ideas en el mundo y sus consecuencias. En este sentido, se ha ido afirmando como “humanista”, lo que le valió en más de una oportunidad el mote de “beato”, que se debilita al revisar su producción caracterizada por la persistencia en saltar barreras canónicas. Para un búlgaro exilado que hizo carrera en el ámbito intelectual más sofisticado de París, eligiendo como padre a Lacan (de quien renegaría más tarde por “manipular” a sus interlocutores) y como madre a Barthes (cuya identidad estaba más en el estilo que en los contenidos), la revisión de sus intereses teóricos luego del encuentro con Berlin representaría un corte. Todorov se concentró en México, en la conquista de América: a partir de la visión de los vencidos, la lectura de una guerra de signos en la que participan Moctezuma, Cortés, la Malinche. El resultado es un ensayo sobre la otredad en el despojo colonial, estableciendo que es preciso abolir prejuicios si se persigue la verdad.
De este modo, el escritor fue trasladándose de una escritura focalizada en lo estrictamente literario a problemáticas que abarcan tanto los campos de concentración y la tortura como la inestabilidad y el quiebre de las democracias occidentales. Colocándose sucesivamente fuera de lugar son notables sus coincidencias con el palestino Edward Said. A medida que cambiaba de objeto y enfoque, Todorov fue también radicalizando su defensa de la claridad y oponiéndose (como Bourdieu, como Legendre) a una concepción intelectual jerárquica y elitista que preserva su poder a través de una escritura opaca igual que los sacerdotes que protegen sus secretos. “Con frecuencia el vocabulario especializado, la jerga incomprensible tanto como la construcción compleja están para delimitar un territorio, un poco como los perros que orinan alrededor del propio.”
Adentrarse en el recorrido intelectual de Todorov a lo largo de sus sesenta y cuatro años inspira fascinación. Pero Todorov no se permite la fatuidad. “Hay que suponer un cierto grado de complacencia cuando se acepta hablar de uno en público (o en privado). La única forma posible de modestia es el silencio.” Entonces Todorov apela a una idea de Marina Tsvietáieva: “¿Quién podría hablar de sus sufrimientos sin entusiasmarse, es decir, sin ser feliz?” Para cerrar las entrevistas de Portevin, Todorov escribe un epílogo, “Una vida entre fronteras”: “Tengo la impresión de haber buscado siempre la respuesta a una única pregunta: ¿cómo vivir? Para mí el conocimiento no es un objetivo en sí mismo, sino la vía de acceso a un muy poquito más de sabiduría”.

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