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Domingo, 1 de agosto de 2004

CONVERSACIONES, RECUERDOS, LECTURAS Y OTRAS TRIVIALIDADES LITERARIAS

Sidra en el Tortoni

Creo que tuve un primer atisbo de la “campiña inglesa”, paisaje hasta ese momento puramente literario para mí, desde el tren que me llevaba de Londres a Norwich, en East Anglia: casi innumerables matices de verde, extensiones de flores de lavanda bajo la luz veleidosa de un cielo estival, no por ello despejado. El largo día de julio parecía desperezarse sin ganas de ceder paso a la noche. A la mañana siguiente, a las 5, una bruma dorada borraría el paisaje ante mi ventana y me recordaría que no estaba sobre el Canal de la Mancha sino a pocos metros del Mar del Norte.
En la University of East Anglia me esperaba Amanda Hopkinson, infatigable directora del British Centre for Literary Translation que fundó Sebald en 1989. Amanda no es sólo la traductora al inglés de Plata quemada de Piglia –Money to Burn– sino también la autora, entre otros trabajos, de una monografía sobre el gran fotógrafo quichua Martin Chambi, uno de los textos más perceptivos que conozco sobre la imagen en nuestro continente.
Debo confesar que no sabía muy bien qué me esperaba en la summer school. En mi taller, me hallé ante un grupo de traductores ingleses, italianos y un alemán, atareados todos en verter a su lengua las primeras páginas de mi reciente novela, cuyo traductor al inglés será, como ya lo fue de La novia de Odessa, Nick Caistor. La idea era darles a esos traductores el feedback, por más discutible que pueda ser, del autor del texto traducido. Recordé la frase, rica en malos presagios, que inauguró mi relación con Jean-Marie Saint-Lu, traductor al francés de mi libro anterior: “Para mí, los mejores autores son los escritores muertos: no se meten...”. Después de anunciarle que no pensaba darle ese gusto, nuestra relación procedió amablemente y terminó, gracias a la excelencia de su trabajo, transformada en amistad.
En Norwich tuve que superar la irritación de los ingleses ante lo que entendían como facilidad de la versión italiana: Ilide Carmignani, traductora de El libro de arena de Borges para Adelphi, les señaló que el “palabra a palabra” no supone necesariamente pereza. El ritmo de la frase en castellano no pasa sin dificultad a un idioma como el italiano, que debe incluir el artículo definido junto con el posesivo: donde en español se dice “mi amor” en italiano se dice “il mio amore”.
Más polémico fue escuchar el enfrentamiento entre distintas actitudes de los traductores al inglés. Unos consideraban que la impostación de thriller, elemento del principio de la investigación en El rufián moldavo, exigía cierta entonación norteamericana. Otros objetaban que esa imitación de Chandler no correspondía al carácter tan argentino del libro y lo banalizaba. De ahí al terreno político-cultural el paso era corto y fue dado.
Me enteré así de que Ian McEwan soporta que su prosa sea “americanizada” para las ediciones estadounidenses de sus novelas (recuerdo la irritación de Bioy Casares cuando hace más de una década Tusquets pretendió cambiar “lo vio” por “le vio” para la edición española de sus libros). Pero más allá del uso de expresiones menos coloquiales que ligadas al contexto del thriller, de lo que en Francia se llama roman noir, sentía agitarse las ganas de hallar un modelo reconocible en el ámbito del idioma inglés para un texto cuya prosa no pretende parecer “hablada”, aunque incluya giros de la lengua porteña.
Allí vino a mi rescate Luisa Etxenique, cuya identidad vasca no le impide tener un sentido ecuménico de la lengua española: sostuvo que, si de modelos se trata, ella sentía el libro más cerca de Joseph Roth que de Raymond Chandler... Y que si en la primera página el narrador dice “no pude sino ponerme de pie” en vez de “no me quedaba otra cosa que ponerme de pie”, resulta evidente que se está ante un texto escrito en un nivel de lengua no coloquial; por lo tanto es mejor que no pase al inglés con gran acopio de give a damn y gutache.
En algún momento alguien propuso que era lógico traducir un libro argentino al inglés “americano” y no al británico; allí rompí mi silencio y les recordé a estos europeos que los Estados Unidos habían empezado por apropiarse muy temprano del nombre del continente –América– para su país, preludio de apropiaciones menos culturales y más redituables. No imagino a los milongueros y prostitutas de mi novela hablando en cockney, pero tampoco en el slang del Bronx, o en el de un film cuya acción pasare en el Bronx.
Al partir, me temo, viajé menos seducido por el paisaje (que –recordé en ese momento– había visto en The Go-Between, la adaptación de la novela de Hartley que dirigió Losey sobre guión de Pinter); pensaba en la nueva novela que he empezado a escribir. Se dirige, de esto no tengo dudas, a un lector argentino, pero mientras el tren me adormecía con su movimiento, preveía no sin cierta perversidad los obstáculos que reservará a traductores tan escrupulosos. Los había escuchado con respeto y creciente timidez mientras me descubrían aspectos insospechados de lo que yo había escrito. Esa atención me había halagado durante la estadía en Norwich, sí, pero me dejaba atemorizado ante la posibilidad de que al escribir pudiese pensar en la “traducibilidad” del texto...

Edgardo Cozarinsky

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