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Domingo, 10 de abril de 2005

MARGUERITE DURAS EN EL ESCENARIO DE SU ORIENTE ANESTESIADO.

Amantes y divorcios

India Song - La música
Marguerite Duras
El cuenco de Plata
201 páginas

Por Alicia Plante

India Song, primera parte del volumen, es a la vez texto, pieza de teatro y guión cinematográfico del film que la autora dirigió en persona en 1974. Sus comentarios –indicaciones tanto para una eventual puesta en escena como para el lector– no están destinados a echar luz sobre los detalles de una historia simple e infinita (como siempre lo son las historias de amor y muerte), en la cual mucho queda librado a la contribución que gozosa hará nuestra sensibilidad al profundo torrente de belleza. Duras no nos entrega datos, información: nos anega en climas hipnóticos ajenos al tiempo, nos excita con roces incompletos, casi imaginarios de seres imposibilitados para la vida corriente. Una sensualidad alienada nos va envolviendo con su pathos, con la ingravidez de las pasiones, nos habita el destino de estos seres mientras retrocede el olvido porque la muerte no alcanzó a destruir realmente nada. Por momentos nos inquieta pensar que no comprendemos; sin embargo, desde otro lugar, hemos comprendido bien lo que era indeclinable comprender: lo que buscan, lo que no tendrán, la vibración intensa y fulgurante del deseo y el aleteo desde los bordes, donde hablan “las voces”: mujeres, hombres, oficiantes de un coro griego que aquí no opera como conciencia moral sino como testimonio reconstituyente de una historia que no está terminada porque el amor nunca termina, porque igual que el personaje de la mendiga, “eterna como la inocencia y la desgracia del mundo”, no puede morir. Ellas, con su “suavidad perniciosa”, “teñidas de locura”, son un ojo que ve y sabe cosas que ni los personajes ni nosotros vemos o sabemos, y aceptan la muerte, pero la disponen como corolario, no como interrupción.

India Song nos entrega a Anne-Marie Stretter, née Guardi, nacida en Venecia y casada a los 17 años con un ignoto administrador colonial francés a quien Stretter se la arrebató en Laos casi 20 años atrás. Stretter recorrió con ella toda Asia como diplomático y hoy –los años ‘30–, embajador francés en la India de la lepra y el hambre, en un ambiente de opulenta decadencia, la descuida. Ella, marcada para el amor, es el eje de todas las pasiones que aquí se combinan fatalmente como las lentas notas de una partitura. Y Duras, desde bambalinas, entreteje sus hebras necesarias: a partir de la recepción en casa del embajador francés, trabajada también como una composición musical, “hace ascender como una marea el discernimiento irremediable de las cosas...”

La música es también texto, teatro, cine (bajo dirección conjunta de Duras y Paul Seban en 1966). Un divorcio, un único, último reencuentro sin testigos..., y todo, el dolor, la confusión, la cólera, los celos, la culpa..., todo fue y sigue siendo posible en torno de un malentendido incrustado en la médula del vínculo entristecido: “... hubieses debido ir a buscarme...”, “tuve miedo de molestarte...” No acaba nunca el eco de las palabras que no se dicen a tiempo, de los gestos que no se hacen, el vacío penoso que deja lo que no se buscó; he aquí el poder de nuestra parte blanda, oscura, mezquina, la que elige no correr riesgos y se desampara por quedar a salvo de la humillación, la que prefiere, finalmente, preservar el amor propio a costa del ajeno... Duras como demiurgo una vez más se va y nos deja clavadas las uñas de una pregunta sin respuesta.

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