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Domingo, 8 de junio de 2003

INTELECTUALES Y POLíTICA

La isla

La identidad del campo intelectual latinoamericano tuvo como condición de posibilidad la Revolución Cubana. Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina de Claudia Gilman, que Siglo XXI acaba de distribuir, propone un extraordinario relato sobre los pormenores de esa relación que unió y distanció a la “familia” latinoamericana.

POR DANIEL MUNDO

La transformación del modo en que los hombres piensan e imaginan el mundo puede llevar años o décadas. No consiste en un simple reemplazo ideológico, lo que sería relativamente sencillo de practicar. Es la sensibilidad lo que muta. Si bien estas largas transformaciones del comportamiento no tienen un inicio preciso, a veces algún acontecimiento emblemático sirve de puerta por donde ingresa el espíritu de lo nuevo. En América latina uno de esos acontecimientos fue la Revolución Cubana.
Cuba hegemonizó el imaginario intelectual latinoamericano durante las décadas del ‘60 y el ‘70. Sus vaivenes políticos definieron las condiciones que se debían cumplir para recibir el carnet de residencia en el campo intelectual. Revisar esas condiciones y mostrar sus fracturas es de lo que se ocupa Entre la pluma y el fusil.
El libro de Claudia Gilman (investigadora del Conicet y profesora de la Facultad de Filosofía y Letras) es más que una simple periodización histórica: se adivina en él una especie de genealogía del campo intelectual contemporáneo. Debajo del intelectual crítico de la actualidad puede vislumbrarse como una sombra rediviva un negado origen revolucionario.
Los intelectuales se encontraron con problemas que no supieron resolver cuando los acontecimientos históricos los enfrentaron con una realidad cuyos límites no eran negociables. En el momento de la acción, los intelectuales tienden a desmentirse. Gilman problematiza esta lección alrededor del caso Padilla, al que le dedica un capítulo de su libro. El intelectual en tanto actor político desea convertirse en la conciencia de la revolución. Más allá de denunciar este travestismo, habría que reflexionar sobre si una revolución tiene conciencia o la necesita, si necesita de otro límite que no sea el terror, la proscripción y la muerte.
En la década del ‘60 el pasaje del escritor al intelectual fue acompañado por un fuerte antiintelectualismo, que provino, paradójicamente, del mismo núcleo intelectual. Dejar la pluma, tomar el fusil. El Che Guevara como modelo. Gilman muestra las tensiones que las distintas irrupciones del antiintelectualismo generaron en lo que llama la “familia intelectual”. Estudia, de este modo, los conflictos de ubicación política que marcaron al grupo de escritores-intelectuales que integraron el boom de la literatura latinoamericana, y la importancia que tuvieron los críticos literarios a la hora de definir el canon de lo aceptable y de lo traidor.
Para realizar este estudio Gilman frecuenta las revistas y semanarios más importantes de la década: Casa de las Américas, Marcha, La rosa blindada, El corno emplumado, entre muchas otras. Estas revistas desbordaban el estrecho campo intelectual y repercutían en los espacios sociales y políticos. Los intelectuales, en aquella época, intervenían, discutían y debatían en congresos y revistas desde sus obligaciones sociales o su identidad latinoamericana hasta qué significaba la nueva narrativa.
El libro de Gilman, al focalizar estas prácticas de intervención y compromiso, plantea también la pregunta sobre la entidad conflictiva de esta voz revolucionaria del intelectual que tenía tanta repercusión pública. ¿No cumpliría esta voz, en última instancia, el papel de un ventrílocuo, un personaje que ganaba todas las discusiones en la medida que la vida del hablante no se pusiera en juego? La condena o el dictamen absolutorio de un género, de un libro, una revista o un escritor, provenía, finalmente, de la Isla. La isla se había convertido en una especie de Corte que los intelectuales visitaban religiosamente, y que imponía no sólo los temas de los que se podía debatir sino también las reglas de conducta y las maneras de hablar (que había que cuidarse de obedecer y no cuestionar). A fines de la década del ‘60, la política cubana cambió, y el viraje se acentuó y endureció en los años sucesivos. Los intelectuales consagrados comenzaron su éxodo. La discusión del campo intelectual versó sobre el realismo. ¿Qué es el realismo? Los latinoamericanos, como antes los europeos, renegaban de los parámetros artísticos impuestos por las políticas estéticas soviéticas: Latinoamérica tiene otra realidad. Su realidad es tan híbrida, informe, caótica, que llamarla realidad parece ser un acto de magia. Desde la literatura fantástica hasta el “realismo mágico” y maravilloso, ninguna manifestación de lo humano sería ajena a lo real. La revolución, en un momento, se vio obligada a renegar de esta pluridimensionalidad de la realidad. El realismo se redujo a la literalidad. Había que contener la dispersión revolucionaria. Los “hombres de transición” tenían que decidirse: arrancar de si al viejo hombre y tomar entonces el camino de la zafra (el “Discurso sobre la zafra” de 1970, en el que Fidel tuvo una fuerte postura autocrítica, representó un punto de inflexión, el final de una época y el comienzo larvado de otra), o dejar de llamarse revolucionarios.
La gran mayoría de los intelectuales que Gilman cita vivía en Europa: su consagración, sostenida por el proceso revolucionario iniciado en Cuba, se fundaba en el mercado y el éxito comercial. El dilema ya no consistía en un mero problema de conciencia.
La época sesenta/setenta parece hoy clausurada. Se despliega como un idílico paraíso intelectual y político cuya herencia se invoca con facilidad, aunque nadie la asuma. Gilman ilumina algunos de los sentidos de ese legado. La revolución mundial no triunfó. El hombre nuevo que ella pariría fue producido por el capitalismo brutal que irrumpió a mediados de los ‘70, una forma política que privatizó toda experiencia y redujo la existencia a la satisfacción frustrante del placer en el consumo conspicuo. Este régimen de vida obligó a muchos intelectuales a profesionalizarse y convertirse en académicos. Los acontecimientos históricos se encargaron de erradicar algunas de las ilusiones que poblaban su mundo. Otras ilusiones, que se relacionan con la misma supervivencia del intelectual, persisten: “la obstinación crítica”, termina diciendo Gilman, “es una de ellas”.

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