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Domingo, 19 de octubre de 2003

La revolución cultural

POR RAYMOND WILLIAMS

Este libro se planificó y escribió como continuación de la obra iniciada en Cultura y sociedad (1780-1950). Caractericé ese libro como “una exposición y una interpretación de nuestras respuestas tanto mentales como emocionales a los cambios producidos en la sociedad inglesa desde fines del siglo XVIII”, y tal era, desde luego, su principal función: una historia crítica de las ideas y valores en ese período de cambio decisivo. No obstante, el método del libro y en particular su capítulo final ilustraban otra intención: yo dejaba el análisis y la interpretación de las ideas y valores para intentar reinterpretarlos y ampliarlos, en términos de una sociedad aún cambiante y de mi experiencia personal en ella.
Mientras trabajaba en Cultura y sociedad, no preví que en el momento de publicarlo una parte importante de nuestro pensamiento social general se hubiera desarrollado según lineamientos que incluían mis propios temas. El resultado de ese desarrollo fue no sólo la amplísima discusión del libro –he leído más de cincuenta mil palabras de comentarios sobre él y participé en innumerables debates orales– sino también que las líneas argumentales abiertas se extendieran en muchos casos considerablemente más allá del alcance de esa misma obra. Planifiqué y redacté gran parte del presente libro antes de la publicación de Cultura y sociedad, pero luego lo sometí a extensas revisiones para tener en cuenta la discusión. Me aferré, sin embargo, a mis ideas sobre el trabajo adicional que era necesario y limité este libro a lo que debía escribir de todos modos: cuestiones de la teoría de la cultura, análisis histórico de ciertas instituciones y formas culturales y problemas de significado y acción en nuestra situación cultural contemporánea. Puedo trabajar en estos campos generales sólo hasta el límite de mis propios intereses y no supongo que éstos sean idealmente exhaustivos. En rigor, ya me he aventurado en una extensión y variedad de temas bastante más allá de los confines aconsejados por la prudencia académica, debido a lo que creo una buena razón: no hay tópico académico dentro del cual las cuestiones que me interesan puedan estudiarse hasta el final; espero que algún día lo haya, porque de las discusiones sobre Cultura y sociedad se desprendió claramente que la presión ejercida por esas cuestiones era no sólo personal sino general.
El título La larga revolución está tomado de una frase de Cultura y sociedad, pero acaso sea útil una nota adicional a su respecto. Me parece que estamos atravesando una larga revolución, que nuestras mejores exposiciones sólo interpretan en parte. Es una auténtica revolución, transformadora de hombres e instituciones; constantemente extendida y profundizada por los actos de millones de personas, continua y diversamente enfrentada por la reacción explícita y la presión de las formas e ideas habituales. No obstante, es una revolución difícil de definir y su dispar acción se ejerce a lo largo de un período tan prolongado que es casi imposible no perderse en su proceso excepcionalmente complejo.
La revolución democrática impone nuestra atención política. En ella, los conflictos son más explícitos y las cuestiones de poder en juego la hacen muy desigual y confusa. Sin embargo, ninguna perspectiva general puede pasar por alto la creciente y resuelta conciencia, presente casi por doquier, de que la gente debe gobernarse a sí misma y tomar sus propias decisiones, sin conceder este derecho a ningún grupo, nacionalidad o clase en particular. En los sesenta años transcurridos desde el comienzo del siglo XX, la política del mundo ya ha cambiado hasta ser irreconocible en cualquiera de los términos precedentes. Ya sea en la revolución popular, los movimientos de liberación de los pueblos coloniales o la ampliación del sufragio parlamentario, es evidente la misma demanda básica. No obstante, ésta ha sido y es objeto de una muy poderosa resistencia, nosólo encarnada en el peso de otras tradiciones sino en la violencia y el fraude. Si adoptamos el criterio de que la gente debe gobernarse a sí misma (los métodos mediante los cuales lo hagan son menos importantes que este hecho central), es notorio que la revolución democrática se encuentra aún en una fase muy inicial.
La revolución industrial, respaldada por un inmenso desarrollo científico, impone nuestra atención económica. Su velocidad de expansión en el mundo entero ya supera todos los pronósticos y es, a decir verdad, demasiado grande para interpretarla con facilidad. Empero, si bien sus metas y sus métodos gozan de una aceptación casi universal, la mayor parte del mundo está aún muy por detrás de la fase realmente alcanzada en los países avanzados, mientras que en éstos la percepción de la posibilidad de transformar la naturaleza se amplía continua y rápidamente. De tal modo, la revolución industrial, en su sentido más lato, también se encuentra en una etapa comparativamente temprana. Por otra parte, es obvio que su correlación con el crecimiento de la democracia dista de ser simple. Por un lado parece claro que el desarrollo industrial es un poderoso incentivo para nuevos tipos de organización democrática. Por otro, las necesidades aparentes de la organización industrial en muchos niveles, desde el proceso de acumulación de capital hasta el status del trabajador en un sistema técnico muy extenso y dividido, a veces demoran y otras veces frustran la aspiración de participar en la toma de decisiones. La compleja interacción entre las revoluciones democrática e industrial está en el centro de nuestro más arduo pensamiento social.
Queda, no obstante, una tercera revolución, tal vez la más difícil de interpretar. Hablamos de una revolución cultural, y sin duda debemos considerar que la aspiración a extender el proceso activo del aprendizaje, con las destrezas del alfabetismo y otros tipos de comunicación avanzada, a todas las personas y no sólo a grupos limitados, tiene una importancia comparable al desarrollo de la democracia y el crecimiento de la industria científica. Esta aspiración ha sido y es resistida, en ocasiones abiertamente, otras veces con sutileza, pero como meta disfruta de un reconocimiento formal casi universal. Desde luego, esta revolución está en una fase muy inicial. Cientos de millones ni siquiera saben aún leer y escribir, mientras en los países avanzados se revisa y extiende la idea de la posibilidad de expandir la educación y desarrollar nuevos medios de comunicación. En este caso, como en el de la democracia y la industria, lo que hemos hecho parece poco comparado con lo que sin duda debemos tratar de hacer.
Sin embargo, en este punto es particularmente evidente que no podemos entender el proceso de cambio en el cual estamos implicados si nos limitamos a pensar en las revoluciones democrática, industrial y cultural como procesos separados. Todo nuestro modo de vida, desde la forma de nuestras comunidades hasta la organización y el contenido de la educación, y desde la estructura de la familia hasta el status del arte y el entretenimiento, está profundamente afectado por el progreso y la interacción de la democracia y la industria y la expansión de las comunicaciones. Esta revolución cultural más profunda constituye una gran parte de nuestra experiencia de vida más significativa, y en el mundo del arte y las ideas se la interpreta e incluso se la libra de una manera muy compleja. Cuando tratamos de correlacionar un cambio de este tipo con los cambios estudiados por las disciplinas de la política, la economía y las comunicaciones, descubrimos algunas de las cuestiones más difíciles, pero también más humanas.
En la primera parte de La larga revolución comienzo con un examen de la naturaleza de la actividad creativa, que juzgo ahora el fundamento necesario para ampliar el tratamiento de la relación entre comunicación y comunidad que traté de establecer en Cultura y sociedad. Vuelvo luego alexamen de ciertos problemas teóricos en la definición y el análisis de la cultura y trabajo con un ejemplo práctico. Siguiendo una pauta del debate sobre la comunicación, trato de analizar a continuación los conceptos de “individuo” y “sociedad” que utilizamos de ordinario, y de describir algunas relaciones típicas de esta clase. Amplío luego ese argumento a una discusión de algunos de los conceptos vigentes de nuestra propia sociedad, y analizo algunos de los procesos de cambio social y cultural.
La segunda parte es una descripción y análisis del desarrollo de algunas de nuestras principales instituciones culturales, desde la educación hasta la prensa, completados con una serie de ensayos sobre la relación entre ciertas formas artísticas y el desarrollo general de la sociedad. Creo que mucho de esto es útil simplemente como información reunida a la luz de un proceso común, aunque no dudo de que mis descripciones objetivas deberán ser revisadas con el progreso de las investigaciones. Los ensayos críticos son experimentales y discutibles, pero intentan desarrollar el tipo de indagación representada por el capítulo sobre la novela industrial de Cultura y sociedad.
La tercera y última parte vuelve al tema de la larga revolución, que he esbozado en esta introducción, y lo hace procurando describir nuestra cultura y sociedad contemporáneas en términos de lo que considero como un patrón de cambio. Trato de evaluar sucintamente el progreso de la larga revolución en Gran Bretaña e imaginar sus siguientes etapas. No me limito a la sociedad británica por una falta de interés en lo que sucede en otros lados sino porque la clase de pruebas que me interesan sólo son realmente asequibles donde uno vive. Creo posible agregar, sin embargo, que Gran Bretaña ingresó muy pronto en esta revolución y nuestra sociedad, por consiguiente, ofrece un material sumamente rico para la consideración de algunos de sus problemas generales.

Estos fragmentos son parte del “Prefacio”
a La larga revolución.

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