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Domingo, 19 de octubre de 2003

RESEñA

Tras los pasos de Heródoto

DICCIONARIO DEL
AMANTE DE GRECIA
Jacques Lacarrière

Trad. Godofredo González
Paidós, Barcelona, 2003
644 págs.

POR MARTIN PAZ

Jacques Lacarrière visitó Grecia por primera vez en 1947, como integrante de un grupo de teatro aficionado. Promediaba su carrera de Filología Clásica en la Sorbona cuando se enteró de que buscaban alumnos para una representación en el mismísimo Teatro de Epidauro. Tres años más tarde, finalizados sus estudios, guardó el diploma en un cajón y se dirigió a la Porte d’Italie para emprender un viaje a dedo que lo convertiría en uno de los escritores viajeros más famosos del siglo XX. Tras aprender todo lo que la Sorbona podía enseñarle, decidió buscar lo que sólo puede encontrarse en el camino: la hospitalidad, la camaradería de los bares, el oficio de los pescadores de la isla de Santorini. Durante décadas, Lacarrière volvió a Grecia, donde vivió por largos períodos. Cultor del viaje a pie, siempre se sintió incómodo con la denominación de viajero-escritor, que designa a quienes viajan y deciden escribir sus experiencias; le gustaba reconocerse como un escritor a secas que eventualmente escribe sobre viajes, como el Chatwin de En Patagonia, el Stevenson de Viaje en burro en los montes Cévennes o el Henry Miller de El coloso de Marusi. Sin marcar jerarquías, su intención es distinguir este tipo de textos de crónicas o memorias ocasionales, aunque el viajero se llame Magallanes.
En el Diccionario del amante de Grecia, Lacarrière realiza un rastreo más o menos arbitrario por la memoria de medio siglo de peregrinación. Por eso el libro no se confunde con un catálogo turístico ni con un inventario cultural, y prefiere ser más bien de una rememoración de amores en la que se desordenan alfabéticamente lugares y comidas, poetas y dioses, místicos bizantinos y partisanos trovadores, formas literarias populares y escritores contemporáneos, tanto desconocidos como consagrados. Un único recaudo preside la elección de las entradas: evitar que se superpusieran con las incluidas en L’été Grec, otro de sus libros de tema griego.
Entre la variedad de tópicos enumerados, Lacarrière, filólogo al fin, otorga a la literatura el lugar central de la obra. Los grandes escritores contemporáneos, a quienes frecuentó en su mayoría y, en muchos casos, tradujo por primera vez, aparecen junto con una pequeña antología de sus obras, gesto amable y de gran utilidad en el caso de los menos conocidos fuera de Grecia, como Alexandrou, Cheimonas, Petropoulos o Valaoritis.
El diccionario se transforma en un viaje de treinta siglos por ese fenómeno único de continuidad que es la lengua griega. Y así como el jefe del clan familiar de la película Mi gran casamiento griego es capaz de encontrarle la etimología griega a una palabra quechua, Lacarrière identifica en la vertiente de lo que llama “una lengua aurífera” las pepitas de griego clásico sembradas en la obra de los escritores contemporáneos. Así, compara a Giorgos Seferis con un Ulises eternamente exiliado, ya sin esperanzas de volver a la patria; o reconoce en los poemas de Anguelos Sikelianós el eco de Píndaro y Heráclito. Entre las numerosas entradas destacables figuran Oddyseas Elytis cantando al mar Egeo, y el amor apasionado, casi religioso, de Yannis Ritsos por su país.
Uno de los primeros trabajos realizados por el autor, en 1955, fue una traducción de la Historia de Heródoto, de quien dice que “no viajó para comerciar ni para hacer la guerra. Tampoco viajó con un criterio de utilidad práctica. Él viajó para conocer, y fue el primero que dio al viaje un sentido de descubrimiento”. La vigencia de ese lejano modelo se renueva recorriendo las páginas del Diccionario de Lacarrière.

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