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Domingo, 25 de julio de 2004

La enfermedad del escritor

“Extrañamente, ansío escribir, pero no sé qué ni a quién. Esta pasión inexorable tiene tal fuerza sobre mí que la pluma, la tinta, el papel y el trabajo se prolongan hasta altas horas de la noche y son más de mi agrado que el reposo y el sueño. Siempre me hallo en un estado de tristeza y languidez cuando no escribo y, aunque parezca anómalo, trabajo cuando descanso y hallo descanso cuando trabajo.
¿Es cierto que esta enfermedad de escribir, como otros desórdenes malignos es, como dice el satírico, incurable y, como empiezo a temer, también contagiosa? ¿Cuántos recuerdas que se la hayan contagiado de mí? Antes era raro que la gente escribiera versos, pero ahora no hay uno que no los escriba; pocos, de hecho, escriben otra cosa. Algunos piensan que la falta, en lo que concierne a nuestros contemporáneos, es ampliamente mía.
Pobre consuelo es tener compañeros en la miseria. Preferiría estar enfermo, solo. Ahora estoy envuelto en la mala fortuna de otros tanto como en la mía y casi no tengo tiempo para tomar aire. Pues todos los días, cartas y poemas de cada rincón de nuestra tierra llueven sobre mi cabeza devota.
Estoy incapacitado para juzgar incluso mi propio trabajo, y sin embargo soy llamado a ser el crítico universal de otros. Si me pusiera a responder detalladamente cada pedido, sería el más atareado de los mortales. Si condeno la composición, soy un criticón celoso del buen trabajo de los demás; si doy mi visto bueno, se lo atribuye a un deseo mendaz por ser agradable; si me guardo silencio, es porque soy un rudo y un petulante.
Pero no te preocupes, yo sufro por mis pecados, pues me pongo furioso si me quedo en casa, y sin embargo apenas si me atrevo por estos días a aventurarme a la calle. Si lo hago, los salvajes se vienen corriendo de todos lados y me rodean para pedirme consejo, hacerme sugerencias, discutir y pelearse entre ellos.
Me pongo más y más furioso, y por último empiezo a temer que me lleven ante un juez por romper la paz.
Si esta enfermedad se expande, hasta las vacas van a mugir en números y rumiar en sonetos.”

Fragmento de una carta de Petrarca al Abad de St. Benigno.

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